viernes, 23 de julio de 2010
No sé qué decir.
Había niebla, mucha niebla, apenas se veía la carretera, era el Tourmalet y nada menos que en su vertiente más dura. Los líderes de la competencia tenían nada más 8 segundos de diferencia. El escenario de la épica estaba armado y tenía unas cortinas preciosas de terciopelo.
El equipo del segundo endureció los primeros quilómetros de ascensión hasta seleccionar a unos 20 corredores, los más enteros. Entonces, a falta de 10 quilómetros para el final, los más duros, con rampas de ocho, nueve y diez por ciento, el que iba segundo, el más joven, atacó con valentía, a su rueda reaccionaron rápido el líder y el octavo de la general (que duró poco junto a ellos). Fue un momento de mucha emoción.
A partir de ahí, una larga subida de dos corredores que no pudieron, o supieron, sacarse diferencias. Un baile de una pareja con todos los movimientos demasiado bien estudiados, bailarines muy buenos en sus trabajos pero en una coreografía donde no cabía la sorpresa. Y en estas obras, la sopresa, la improvisación, el salir del guión, es lo que queda en la memoria, lo que pasa a la historia.
Al final, vimos el ataque esperado, vimos la reacción esperada, pero no vimos algo que sea memorable. De hecho, la memoria nos llevó al año pasado en el Ventoux (igual de famoso escenario) y pareció anunciar los años que vendrán. Para el próximo tour, Andy, si quiere pasar de este segundo lugar (que parece empezar a sonar a aquella milonga que tan bien tocaba Ulrich), tendrá que inventar una nueva rutina...
Igual, lo veo difícil. Está el Giro, claro, la Vuelta... Qué sé yo.
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