Fue bonito de ver. Quizás fue la verdadera despedida, antes de París, el último intento de regalar uno de aquellos momentos épicos a los cuales nos tenía acostumbrados en el mes de Julio. Esos momentos que hacían que uno quisiese comprar una bicicleta (trek si daba el dinero) y salir a rodar, en el invierno frío de un país ventoso, imaginando que las leves pendientes de la penillanura eran el Alpe d'Huez, o el Luz Ardiden, o la Sestriere, o la Mongie... Esas cosas que hacen los héroes, propagar el eco.
Ayer Lance lo intentó en el Aubisque y mientras tiraba de la fuga con lo que le quedaba, mientras Barredo o Fedrigo lo atacaban y el volvía, sentado y sufriente, a prenderse, pensaría, seguramente, en lo difícil que es hacerse viejo, en lo destructores que son los años, en que todo llega a todos más tarde o más temprano y aquellas cumbres, en las que sus piernas hacían girar al mundo del ciclismo y de la televisión detrás suyo, se parecían más ahora a lápidas de piedra sin desbastar.
O quizás pensase, con todo ese calor, en aquel 21 de Julio del 95, cuando ganó su primera etapa en Limoges y se la dedicó a Fabio Casartelli. Las piernas y los quilómetros le iban diciendo que ya no iba a ser posible pero al final, hizo el amague, el ademán de seguir el sprint de Fedrigo y Casar. Y se quedó en eso, una despedida casi imperceptible, un gesto menguado, un ejemplo insignificante de un esfuerzo gigante, de esos que hacen las personas normales y que nadie nadie nadie ve ni verá.
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