miércoles, 25 de enero de 2012

Adderley vs. Coltrane en Milestones.




Como todo el mundo sabe, Kind of Blue es un disco perfecto e incuestionable: sagrado. Por lo tanto, decir que el disco previo de Miles Davis, grabado un año antes en el mismo estudio de la calle 30 de Manhattan, es mejor sería una excentricidad ridícula. Sin embargo, se podría decir que Milestones es un disco más interesante. ¿Por qué? Porque allí está el germen de lo que luego sería el título más aclamado de la historia del jazz pero, a diferencia de su hermano más famoso, aquí todavía pueden percibirse los dos universos estéticos entre los que se debatía Miles (y no sólo él, claro): el hard bop, de donde venía, y el modal, hacia el que se dirigía. Más que en ninguna otra parte, creo, esto último es apreciable en el brillante duelo que se puede disfrutar entre dos colosos: Cannonball Adderley en el saxo alto y John Coltrane en el tenor, un duelo que alcanza su mayor altura en el tema que da nombre al disco. 

Pongámonos en situación: Miles se había liberado de Prestige, gracias a esas maratónicas sesiones que dieron los magníficos Cookin’, Workin’, Relaxin’ y Steaming, inauguraba contrato con Columbia y sabía que era la gran oportunidad de triunfar de verdad. Mantenía la base del conocido como “Primer quinteto” (Garland, Chambers, Jones). Sólo había sustituido a Coltrane, demasiado afectado por su adicción a la heroína, primero por Sonny Rollins, luego por Bobby Jaspar y finalmente por un tal Cannonball Adderley. 

En algún lado leí que la inclusión de Coltrane en las sesiones de Milestones no estaba realmente planificada; Miles se lo cruzó en el estudio y lo invitó a participar, celebrando su desintoxicación e inaugurando el sexteto. No he podido encontrar el sitio donde leí esto, así que es probable que lo haya inventado para agregarle condimento a la historia. En cualquier caso, estamos en febrero del 58 en Manhattan y hace un frío que congela los dedos. Adderley es un joven a quien Oscar Pettiford trajo de Florida, donde daba clases y dirigía una orquesta juvenil, hace tres años. Tiene 29 años, pero también tiene un disco como líder en Savoy (“Presenting Cannonball Adderley”) y un contrato para grabar otro (“Something Else”). Coltrane, que era un desconocido cuando empezó a tocar con Davis, se ha hecho un nombre entre lo más selecto del mundo del jazz. Y si no me creen, escuchen ese “Coltrane, Coltrane” dicho por Thelonius Monk para presentar su solo en “Well you needn’t” (el primer solo del disco Monk’s Music, de 1957). Acaba de sacar su Blue train en Blue Note Records hace unos meses. Tiene 31 años. Miles tiene la misma edad y su primera composición modal en el bolsillo. Un nuevo estilo que pone casi todo el peso de la música sobre las improvisaciones. En palabras del propio Miles: “No tienes que preocuparte por los cambios de acordes, el reto es ver cuán creativo puedes ser.” 

Es lógico pensar que Adderley se sintiese un poco intimidado. Ha vuelto el titular del quinteto, al que él remplazó, y es nada menos que John Coltrane. Pero además, el líder de la banda fomenta la competencia entre ellos, sabe que así sacará lo mejor de ambos. Se cuenta que, en la grabación de “Dr. Jackle”, mientras Adderley soleaba, Miles se acercaba a Coltrane para decirle que tenía que superarlo y, luego, mientras Coltrane soleaba hacía lo mismo con Adderley. 


En fin, están todas esas anécdotas y está la música, para que todos puedan sentirla. El solo de Adderley es el primero de la canción, comienza en el segundo 39, se extiende por un minuto y 20 segundos y es hermoso, preciso, melódico, estructurado, con momentos de su conocida dulzura, se ve que lo ha preparado a conciencia. Me gusta imaginar la sala, Adderley cerrando los ojos, sabiendo que Coltrane está detrás y que tiene esos pocos o muchos compases para mostrar lo que vale. Con toda esa presión suelta aquello. Hacia el final, incluso se permite citar “Fascinating Rythm”, o eso me suena a mí. Parece terminar con una leve sonrisa. Después de Miles, en el minuto 3 con 21 segundos viene Coltrane. Se dejan sentir los cambios que están ocurriendo dentro de él, vuela sobre la base, parece destrozar el tiempo de los otros, meterse en él y salir con un aire torturado, de persona ensimismada, como alguien que se recoge para dar un salto enorme.

Meses después de esta grabación, Miles cambiaría la base del sexteto (Bill Evans por Garland y Jimmy Cobb por Phily Joe Jones) y se irían de gira (aunque sin Coltrane). Y un año más tarde, en esa misma sala, producirían el milagro de Kind of blue. Pero aquí, en menos de seis minutos, ya todo está expuesto, puede escucharse y es grandioso, enorme, magnífico, de lo mejor a lo que un amante de la música puede tener acceso. 

martes, 17 de enero de 2012

Siempre vuelvo a Errar (veinte años de la edición de un libro fundamental para la poesía latinoamericana).


¿Qué vas a escribir? ¿Por qué vas a escribir? ¿Para quién? ¿Para qué? Cualquiera debería formularse esas preguntas para empezar, sobre todo en el caso de que se esté pensando en poesía y a finales del siglo XX. En este tiempo y desde sus primeros versos, Errar de Eduardo Milán (El Tucán de Virginia, México, 1991) significó para mí una respuesta. “Ni arco ni flecha: sólo/ tensión (...) Ni pájaro ni plumas:/ sólo el encendido fuego... ”: el instrumento se había quemado, ya no daba de sí la misma música. Quién había iniciado el incendio no se decía, aunque se pudiera sospechar (“Mallarmé: dónde está tu victoria”), pero estaba claro que ya no podríamos cantar con él. ¿Qué hacer? Quedaba esa tensión, el impulso, las propias llamas que empujan hacia afuera: la imposibilidad de detenerse y el gesto, la gesta, de salir. ¿Hacia dónde? No había un sentido, también el mapa había sido destruido, no iba a ser el éxodo del pueblo judío y no habría tierra prometida: “El lugar que querías está muerto para ti. No/ hay lugar...” Pero se alentaba a seguir: “Sigue la línea que no será,/ que nunca... podrá ser. Línea de fuego y en el fuego, alas...” Errar y volver a Errar: respuestas.

Siguiéndolas, entendiendo lo que no habrá, se sale, se empieza. Como si algo hubiese terminado y comenzase un exilio (eso que tan bien conocemos los uruguayos desde Artigas), un impulso persistente que se empuja a sí mismo queriendo averiguar hacia dónde ir pero cuestionando cualquier indicio de un destino hasta desintegrarlo en las mismas palabras que lo constituyen. Como en una caravana de beduinos en la que los de adelante no pueden parar porque los de atrás no van a detenerse, Milán establece, página a página, lo que hay: “una carencia, un hueco en la conversación/ un vacío de verdad...”.

Dentro de ese hueco (recuerda al “Pabellón del vacío” de Lezama Lima: “Me duermo en el tokonoma/ evaporo el otro que sigue caminando”) Errar es, obviamente, el viaje de un solitario que estructura su poética a medida que se escribe a sí mismo como poeta y, por eso, porque es algo que está bien hecho, que canta su existencia donde parecía que no se podía cantar, abre el espacio de una potencial poética nuestra: hay un qué, constituye una bitácora. Es el hilo de plata que deja el caracol en su lento caminar sobre la hoja; donde no había camino el poeta abre el surco (“...Un brindis del discurso con el curso/ ¿surco? del los acontecimientos...”). No todo estaba perdido: hay poeta y hay huella. Huella del caminante en la que la derrota se asume como punto de partida y se vuelve derrotero, posibilidad de lo imposible, aparición de un lugar y un lenguaje de comunión de los que no encuentran comunidad ni sitio: “no hay lugar es el hogar común”. El lugar donde la resistencia no se espera y por eso hay que resistir. ¿Para qué? En un poema de otro libro, Son de mi padre (En Manto, FCE, México, 1999) , Milán escribe: “...En cuanto a mí/ ya no me fue posible escapar a la poesía”. Errar es, justamente, eso, no escapar sino adentrarse. No escurrir el bulto, lanzarse a la “aridez de esos páramos”, sobre lo “carente” ser capaz de hacer que florezca ese pájaro sin raíz.  “El poema no es sino sino...” Eso dice.

¿Para quién? No hay nada más que solitud y maneras de hacerla emerger. Nadie podrá decirte qué hacer: “Escribir es no volver/ la cabeza y preguntar: ¿voy bien?/ Preguntar a quién. Ir bien a dónde…” No hay un cómo, la poética no puede imponerse: “El desierto de la ley, la ley seca...” El errar es de cada cual. Está todo lo que puedas hacer con eso y nada más, y todos los que lo vean estarán en la misma situación de desamparo: “...Ahora ya no hay campo/ para el poema, hay nostalgia de nosotros, tal/ para cual...” De ahí la importancia de no detenerse: en el momento en que el poeta abandone su derrota habrá sido derrotado, porque no hay nada más que eso: “Cuando ya no hay qué/decir, decirlo. Dar...”.

Errar es la obra del creyente más ferviente que el escepticismo jamás tuvo, una obra magistral en más de un sentido: está hecha con maestría y nos enseña, se plantea las preguntas y las responde, educa; es el viaje que debe hacer hoy, a principios del siglo XXI, cualquier poeta, cualquier poema. “Hay una manera de concebir al poema como ese momento en que la escritura nos permite saber qué está haciendo, por qué, al llegar al cruce de caminos, elige uno y no el otro. En todo poema hay un cruce de caminos, en un gran poema hay más de un cruce de caminos. La metáfora es todavía la de ir, la de ir yendo” escribió Milán en Un ensayo de poesía  (Umbral, México, 2006). En este ir yendo, por fortuna para nosotros existe esta huella que es textura (“Excelente lenguaje, excelente”) y profundidad (“arados nuevos haré”), este modo de avanzar, ejemplo de dar lo que no hay, una palabra que se alimenta de la anterior y es comida por la que la sigue consumiéndose y consumándose, exactamente como un fuego.

Pregunta: ¿cómo se puede poseer tal consciencia de la imposibilidad, del vacío, y a la vez construir la posibilidad y llenarla con la predicación? Respuesta: se puede porque se camina y se busca y se dispara y se acierta y se erra, se erra y siempre se vuelve a Errar.