martes, 30 de noviembre de 2010

El partido perfecto.

Miro hacia afuera, es un día de plomo y humedad. Desde aquí, el mediterráneo se ve tan marrón que podría llegar a pensar que estoy en casa, frente al Río de la Plata. Sin embargo, hoy es uno de los días más alegres en Barcelona. La gente camina con una sonrisa cómplice bajo el paraguas y en los bares y las oficinas los comentarios no se hacen esperar. No es para menos, cinco goles al equipo que todos odian. Pero, para mí, los cinco goles, que por supuesto pasarán a la historia del fútbol, no son lo más importante. Ayer, en una noche lluviosa y fría, fuimos testigos, creo, del partido perfecto.

Está la parte táctica, el desplazamiento de Puyol (más rápido que Piqué) a la derecha para controlar a Ronaldo cubriendo las espaldas de Alves que subía para mantener a raya al jugador tal vez más peligroso que tiene el Madrid en estos tiempos, el que sorprende (Di Maria); la liberación de Piqué (con mejor juego) para poder salir con balón mejor controlado y esperar más tranquilo los pelotazos altos del estilo Mourinho (ganó todas por arriba, Benzema le podría haber pedido un autógrafo), el rombo imbatible del mediocampo (el de siempre pero con un Messi un poco más retrasado, más 10 que de costumbre), tocando y tocando y tocando y tocando de modo que si el partido continuara hoy ya irían por los 700 u 800 pases consecutivos, las corridas de Villa y Pedro marcando como si fueran defensas. Están todas esas cosas.

Está el talento individual, Abidal impresionante, Puyol que cada vez que juega un partido importante parece que se multiplicara, Xavi que si alguien dudaba de quién debería ser el balón de oro (si no hubiese marketing y publicidad de por medio), ayer se encargó de responderle, Villa reapareciendo con dos goles cuando más se lo necesitaba y respondiéndole a Mourinho; y bueno, Messi, Iniesta, Alves, Busquets, PEDRO, todos. Están todas esas cosas...

Pero eso no es todo.

La historia es tan redonda que podría haber sido escrita por guionistas de Hollywood (esos que están dispuestos a contar la inverosimilitud de lo que no tiene máculas ni fisuras) y producida por alguna de las grandes (esas que creen que los héroes no tienen fallos). De un lado, el poder del dinero, los insultos, la prepotencia, la altanería; del otro, el trabajo callado, la humildad, la máxima pureza de un estilo construido durante muchos años. Y todo eso por definirse en noventa minutos, justo cuando el mundo entero está mirando.

Por si esto fuera poco, los buenos, que por lo general en el cine son los que ganan con el corazón, sufriendo, dejando el alma, mordiendo cada pelota, en este caso son los que juegan bien, los que se florean en el campo, los que hacen las jugadas bonitas, los que regalan detalles técnicos imposibles al espectador.

Pero además de todas esas cosas está la parte política, un equipo que, para la mayoría de sus simpatizantes, representa el sentimiento de una nación que se opone a otra. Ayer, cuando veía a Guardiola responder las preguntas de los medios catalanes en la rueda de prensa pensaba: pero es que, para los barcelonistas, este equipo lo tiene todo, hasta el técnico es de aquí.

Siempre escuchamos gente que recuerda tal o cual concierto, aquel día en que un músico estuvo sublime, aquel en que un bailarín llegó a lo máximo, o que un actor alcanzó la gloria. Lo de ayer se parece a eso. Once jugadores con un talento incomparable en una noche inspirada. Si existe la perfección, cosa que podríamos discutir, el juego de ayer del Barça se parece a eso.

lunes, 29 de noviembre de 2010

¿Alguien ordenó una guerra?

Soy una persona desconfiada, fui educado en la afamada Escuela de la Sospecha de la segunda mitad del siglo XX. Cuando veo que salen a la luz todos estos documentos de las relaciones entre el centro del poder mundial y la periferia, ustedes disculpen, pero YO DESCONFÍO. No me creo que a los servicios secretos de los Estados Unidos se les haya escapado la tortuga, tengo que desconfiar.

¿Se acuerdan de lo que pasó cuando Estados Unidos entró en la peor crisis económica de su historia y el mundo no podía levantarse de aquel golpe terrible que desde Wall Street se irradió hacia los cuatro puntos cardinales? ¿Se acuerdan de que pasaban los años y la recuperación no llegaba? ¿Se acuerdan de un señor que empezó a acumular poder bélico al mismo tiempo que perfeccionaba un discurso nacionalista y racista? ¿Y qué pasó después? "Que murió mucha gente" me dirán ustedes, y es cierto, pero también pasó que el mundo ingresó en un período de bonanza sin igual en la historia. Y con nuevos líderes. Yo, que, reitero, soy una persona desconfiada, pienso que debe haber varias mentes preclaras estudiando el lugar de la futura Gran Guerra y llevo un tiempo pensando dónde será.

La semana pasada, cuando vi lo de las Coreas, dije, ¡BINGO! Pero después lo pensé un poco y me di cuenta de que al gran rival en el concurso por el poder mundial no le conviene porque está demasiado cerca de las armas nucleares de Corea del Norte (me refiero a China, claro).

Entonces, ¿Dónde?

En Europa no va a ser, obviamente.

América Latina es un continente marginal y cercano a USA.

De África ni hablar...

Hoy aparecen estos sospechosos Wikileaks. Si quitamos todo el relleno de tonterías personales del tipo "Berlusconi organiza orgías a las que asiste Putin", "Kirchner no está bien de la cabeza", "Gadafi usa botox" y todas esas payasadas ¿qué nos queda? Pues yo creo que lo más interesante está en medio oriente. Por ejemplo, miren esta joya:

"Pero Al Nahayan, "el hombre que dirige" el país y "quien decide en asuntos de seguridad" aunque su único título oficial es vicecomandante supremo de las Fuerzas Armadas de EAU, va más allá y considera "una guerra convencional con Irán en el corto plazo como claramente preferible a las consecuencias a largo plazo de un Irán dotado del arma nuclear". (cito a El País de hoy)"


Otra perla:

"Tres años después, el monarca saudí le cuenta a Brennan que el ministro iraní de Exteriores, Manuchehr Mottaki, ha estado allí, "sentado en ese mismo sitio", minutos antes, y le describe la conversación que han mantenido como "subida de tono". De acuerdo con el relato que reproduce el embajador Fraker, presente en la entrevista, cuando el rey inquiere a Mottaki por la interferencia iraní en los asuntos de Hamas, el ministro responde que "se trata de musulmanes". "No, de árabes", le replica Abdalá, "y ustedes, los persas, no tienen derecho a entrometerse en los asuntos árabes" (misma fuente)


Otra:

"[El presidente egipcio, Hosni] Mubarak tiene un odio visceral hacia la República Islámica, a menudo se refiere a los iraníes como 'mentirosos' y les acusa de querer desestabilizar Egipto y la región", escribe la embajadora norteamericana en El Cairo, Margaret Scobey, en un informe a la secretaria de Estado, Hillary Clinton, el pasado febrero (documento 191130).

Religiones, fanatismos, racismos, imperialismo, conquistas, es obvio que el cocktail del medio oriente está ya preparado y hace tiempo. En mi país, a esto de los wikileaks se le llama "armar quilombo".

Todo el mundo está celebrando que ahora se conocen "de verdad" todas las tramoyas del "imperialismo" norteamericano (como si antes no se supieran). Será el fin del imperio, proclaman. Yo pregunto: ¿Ustedes de verdad creen que el servicio exterior estadounidense es el más perjudicado?

viernes, 26 de noviembre de 2010

Piglia: "Nombre Falso".

La historia de las relaciones entre Kafka y Max Brod es conocida: en el momento de morir, Kafka le ordena a su amigo que queme todos sus manuscritos, es decir, que destruya El Castillo, El Proceso, etc., como si nunca hubieran sido escritos. Gesto ambiguo, habría que decir que ese mandato es el último gran relato kafkiano. Max Brod se ve sumergido en el mismo sentimiento de culpa y de postergación típico en los textos que debe destruir. Está obligado a elegir: ¿traicionar a su amigo o traicionar a la literatura? Fidelidad contradictoria, doble ley que lo sitúa –como vemos- en el espacio clásico de Kafka. Sin embargo no es aventurado pensar que la gran duda (…), la gran tentación de Max Brod no fue publicar los textos o quemarlos. En el juego de esta doble obediencia puedo pensar que la respuesta del enigma estaba en la orden misma: si Kafka hubiera deseado realmente destruir sus manuscritos, él mismo los habría quemado. Tampoco es aventurado pensar que otra duda asedió en algún momento a Max Brod. La duda fue (debió ser) ésta: “Nadie -salvo yo, salvo Kafka que ha muerto- conoce la existencia de estos escritos. Entonces: ¿publicarlos con el nombre de Kafka o firmarlos y hacerlos aparecer como míos? Estos textos ya no son de nadie: no son de su autor, que no los quiso. No son de nadie.” La inmortalidad, la fama o el simple papel de albacea, del suave y humilde ayudante que dedica su vida a la mayor gloria de un escritor entrañable pero desconocido? Reverso de Eróstato (que fascinó a Kafka), la elección de Max Brod lo ennoblece pero a la vez –por una extraña paradoja, otra vez, típica de Kafka- lo aniquila. ¿No hubiera complacido mejor )¿no podemos pensar que eso deseaba?) al genio distante y perverso de Franz Kafka un Max Brod que usurpa la fama del difunto y que en el momento de morir revela a alguien (a otro albacea servicial, a otro Max Brod) la propiedad secreta de esos textos?

(Se dirá que me aparto del objetivo de este informe: no es del todo así: el hecho de que al presentar un texto inédito de Roberto Arlt me haya visto forzado a usar la forma del relato, el hecho de que el cuento de Arlt se lea en el interior de un libro de relatos que aparece con mi nombre, es decir: el hecho de que no me haya sido posible publicar este texto –como había sido mi intención- independientemente, precedido por un simple ensayo introductorio, demuestra –ya ser vera- que de algún modo he sido sometido a la misma prueba que Max Brod.)

En una nota al pie p.143.

Piglia: "Nombre Falso".

De todos modos estas ideas sobre el carácter de clase del arte y del gusto estético están emparentadas con algunos conceptos expuestos en su relato Escritor fracasado. “Los escritores llamados universales no han sido nunca universales, sino escritores de determinada clase, admirados y endiosados por las satisfacciones que eran capaces de agregarles a los refinamientos que de por sí atesoraba la clase como un bien excelentemente adquirido. Los de abajo, la masa opaca, elástica y terrible, que a través de todos las edades vivía forcejeando en la terrible lucha de clases, no existía para esos genios” (Roberto Arlt, Novelas competas y cuentos, Buenos Aires. Fabril 1963, t.III p.239).

Piglia: "Nombre Falso".

Un ejemplo extremo del mismo asunto se deja ver en un hombre como Máximo Gorki. Al comentar un congreso de “indigentes rurales” realizado Moscú en el año 19 señala que varios cientos de campesinos fueron alojados en el palacio de invierno de los Romanov. Cuando una vez finalizado el congreso estos hombres se marcharon se vio que no sólo todos los baños del palacio, sino una enorme cantidad de jarrones de Sèvres, de Sajonia y de Oriente habían sido empleados como orinales. Y no por necesidad, pues los excusados estaban en orden y funcionaba la canalización. No, este hecho vituperable fue la expresión del deseo de estropear, de deteriorar los objetos bonitos” (M. Gorki: Mis recuerdos de Lenin, p.24). Ni se le pasa por la cabeza pensar que los campesinos actuaban sin saberlo como críticos de arte, es decir, usaban los jarrones de Sèvres. Para Gorki los jarrones de Sèvres son sólo “objetos bonitos”, intocables, que todos deben “reconocer” y “respetar”. NO se da cuenta de que los tipos, al mear en los jarrones de Sèvres, adentro del palacio de los Romanov, niegan que la belleza sea universal, se oponen al hecho a la idea burguesa de una belleza que es más bella cuanto menos sirve (cuando no sirve para nada). Al usarlos de un modo tan “brutal” (tan poco estético) los campesinos buscan en el “objeto bonito” saber para qué sirve. La belleza es intocable: debe ser inútil. Ahí está todo el crimen: un crimen contra la propiedad (aunque no le guste a Gorki).

Aparecido en un cuaderno que Piglia le compró a un hombre que le alquilaba un galpón a Roberto Arlt en el que él investigaba para producir sus famosas medias de mujer engomadas que lo harían rico, p.119.

Piglia: "Nombre Falso".

El texto de Arlt dice así: “Tengo el mal gusto de estar encantadísimo con ser Roberto Arlt. Mi madre, que leía novelas romanticonas, me agregó al de Roberto el nombre de Godofredo, que no uso ni en broma, y todo por leer La Jerusalén liberada de Torcuato Tasso. Cierto es que preferiría llamarme Pierpont Morgan o Henry Ford o Edison o Charles Baudelaire, pero en la material imposibilidad de transformarme a mi gusto, opto por acostumbrarme a mi apellido. ¿No es acaso un apellido elegante, sustancioso, digno de un conde o de un barón? ¿No es un apellido digno de figurar en chapita de bronce en una de esas máquinas raras, que ostentan el agregado de Máquina polifacética de Roberto Arlt y que funcionan cuando uno les echa una moneda?

“Por otra parte tengo una fe inquebrantable en mi porvenir de escritor. Me he comparado con casi todos los del ambiente y he visto que toda esta buena gente tenía preocupación estética o humana, pero no en sí mismos, sino respecto a los otros. Esta especie de generosidad es fatal para el escritor, del modo que le sería fatal a un hombre que quisiera hacer fortuna ser tan honrado con los bienes de los otros como con los suyos propios. Creo que en esto les llevo ventaja a todos. Soy un perfecto egoísta. La felicidad del hombre y de la humanidad me interesan un pepino. Pero en cambio el problema de mi felicidad me interesa enormemente. Acá los escritores viven más o menos felices. Nadie tiene problemas a no ser las pavadas de si ha de rimar o no. En definitiva todos viven una existencia tan tibia, que un sujeto que tiene un poco de imaginación acaba por decirse: “La Argentina es una Jauja”. El primero que haga un poco de psicología y de cosas extrañas, se meterá en el bolsillo a esta gente.

“En nuestro tiempo el escritor se cree el centro del mundo. Macanea a gusto. Engaña a la opinión pública, consciente o inconscientemente. La gente que hasta experimenta dificultades para escribirle a la familia, cree que la mentalidad del escritor es superior a la de sus semejantes. Todos nosotros, los que escribimos y firmamos, lo hacemos para ganarnos el puchero. Nada más. Y para ganarnos el puchero no vacilamos en afirmar que lo blanco es negro y viceversa. La gente busca la verdad y nosotros le damos moneda falsa. Es el oficio, el “metier”. La gente cree que recibe la mercadería legítima y cree que es materia prima, cuando apenas se trata de una falsificación burda, de otras falsificaciones que también se inspiraron en falsificaciones.”

En una nota al pie de la página 98.

jueves, 25 de noviembre de 2010

Un cuento excelente.

Acabo de leer un cuento excelente escrito por Ricardo Piglia. Se trata del que da nombre y remata el libro "Nombre Falso", editado por Anagrama en el 2002. Los cuentos que lo preceden en el volumen (más antiguos) son olvidables, al punto de que dudé en abandonar la lectura en varios momentos (si la edición hubiese sido más hostil lo habría hecho, pero no, era uno de los caros de Anagrama). Sin embargo, las palabras del autor en el prólogo me alentaban a seguir: "Empecé con la imagen de un tal Kostia que en el bar Ramos, de la calle Corrientes, se pasaba la vida contando anécdotas de Roberto Arlt. El relato de a poco se transformó en lo que ahora es. Estoy seguro de que es lo mejor que he escrito". Coincido con el autor, aunque no he leído todo lo suyo, estoy bastante seguro de que es de lo mejor que he leído en general.

Piglia inventa un cuento inédito de Roberto Arlt y le hace un prólogo donde relata cómo lo halló y las circunstancias un poco "detectivescas" que tuvo que afrontar para hacerse con el mismo. "Un crítico literario es siempre, de algún modo, un detective: persigue sobre la superficie de los textos, las huellas, los rastros que permiten descifrar su enigma. A la vez, esta asimilación (en su caso un poco paranoica) de la crítica con la persecución policial está presente con toda nitidez en Arlt. Por un lado Arlt identifica siempre la escritura con el crimen, la estafa, la falsificación, el robo. En este esquema, el crítico aparece como el policía que puede descubrir la verdad. Escritura clandestina y culpable, escritura fuera de la ley, se entiende que Arlt haya buscado que sus libros circularan en un espacio propio, fuera de todo control legal..."

Al terminar de leer el libro me di cuenta que la debilidad era su fortaleza. Todos esos cuentos previos anticuados, inmaduros, rígidos como un adolescente tímido que es invitado a su primera fiesta de quince y no sabe bien qué hacer, donde poner las manos, como caminar con el traje y la corbata que se ha puesto por primera vez, estaban puestos ahí para que, por contraste, el último resaltara más, se hiciera todavía más grande.

En la adolescencia y primera juventud fui un fanático de Roberto Arlt, este es un excelente homenaje. Me dan ganas de volver a leerlo.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Hay que proteger a las razas superiores.

A ver, un pequeño cuestionario:

¿Cómo se llama a los nacidos en España? Españoles.
¿Cómo se llama a los nacidos en Uruguay? Uruguayos.
¿Cómo se llama a los nacidos en Brasil? Brasileros.

¿Cómo se llama a los nacidos en Catalunya?

Bueno, depende si son hijos de inmigrantes o de catalanes.


Esto, más o menos, es lo que dice la CIU aquí.

Y a mí no me sorprende que haya personas que tengan una ideología racista, las hay en todo el mundo. Lo que me sorprende es que una persona que hace público ese tipo de conceptos sea el candidato más votado en las próximas elecciones catalanas. Es decir, que la mayoría de los catalanes estén de acuerdo con esta forma de pensar.

Eso me parece, cuando menos, peligroso.

¿O es que a todo el mundo le da lo mismo todo mientras tenga su iphone?
¿O es que la gente ya no piensa?

martes, 23 de noviembre de 2010

Montale: Los limones.

Óyeme, los poetas laureados
se mueven solamente entre las plantas
de nombres poco usados: boj, ligustros o acantos.
Yo, para mí, amo las calles que conducen
a las herbosas zanjas donde en charcos
casi secos acechan los muchachos
alguna enjuta anguila:
los senderos que siguen los ribazos
bajan ente el penacho de las cañas
y llevan a los huertos, entre los limoneros.

Mejor si la algazara de los pájaros
se apaga devorada por el cielo:
más nítido se escucha el susurrar
de las ramas amigas al aire casi inmóvil,
y las sensaciones de este olor
que no sabe separarse del suelo
y llueve en el pecho una dulzura inquieta.
Aquí, de las pasiones apartadas
por milagro calla la guerra,
aquí también a los pobres nos toca nuestra parte de riqueza
y es el olor de los limones.

Mira, en estos silencios en que las cosas
se abandonan y parecen muy próximas
a traicionar su último secreto,
a veces esperamos
descubrir un error de la Naturaleza,
el punto muerto del mundo, el eslabón perdido,
el hilo que al desenredarlo finalmente nos ponga
en el centro de una verdad.
La mirada sondea a su alrededor,
la mente indaga, concuerda, desune
en el perfume que se propaga
cuando más languidece el día.
Son los silencios en los que se ve
en cada sombra humana que se aleja
alguna perturbada Divinidad.

Pero desfallece la ilusión y el tiempo nos devuelve
a las ciudades rumorosas donde el azul se muestra
solamente a retazos, en lo alto, entre molduras.
Después, la lluvia cansa el suelo; se espesa
el tedio del invierno sobre las casas,
la luz se torna avara, amarga el alma.
Hasta que un día, a través de un portón mal cerrado,
entre los árboles de un patio
se nos aparece el amarillo de los limones,
y se deshiela el corazón
y retumban en nuestro pecho
sus canciones
las trompas de oro del esplendor solar.

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"Qui delle divertite passioni
per miracolo tace la guerra,
qui tocca anche a noi poveri la nostra parte di ricchezza
ed è l'odore dei limoni."

¡Qué tiempos aquellos! Cuando la poesía se hacía pensando en la música.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Montale: ocasión y obra-objeto.

"Tenía miedo de que en mis viejos poemas aquel dualismo entre lirismo y comentario, entre poesía y preparación o impulso hacia la poesía (contraste que, con jactancia juvenil, había advertido en el propio Leopardi), persistiera gravemente en mí. No pensé que la solución pudiera radicar en una poesía pura (...), entendida como un juego de sugestiones sonoras, sino más bien en un fruto que debía contener sus motivos sin revelarlos, o mejor dicho sin pregonarlos. En el supuesto de que en el arte exista una balanza entre fuera y dentro, entre la ocasión y la obra-objeto, había que expresar el objeto y callar la ocasión que lo había suscitado. Una manera nueva, no parnasiana, de sumergir al lectro in media res, un absorbimiento total de las intenciones en los resultados".

Citado por Fabio Morábito en el prólogo de La Poesía Completa de Eugenio Montale editada por Galaxia Gutenberg.

Montale: zonas grises.

"Para mí no se trata de un verso; es un pequeño puente conectivo. En siete sílabas no podía expresar ese concepto con otras palabras. Sustituirlo con un endecasílabo sería un despropósito (...). En resumen: intentaré cambiar extravagantes, pero dejaré muy probablemente pensaba un día que para mí representa una de esas partes grises de las que ya hablaba Valéry, que en la poesía son tan o más importantes que las partes plenas, activas. Aquellos que han querido evitarlas, coûte que coûte, por ejemplo Ungaretti, se han tropezado con escollos mucho peores."

Citado por Fabio Morábito en el prólogo de La Poesía Completa de Eugenio Montale editada por Galaxia Gutenberg.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Omeros, Libro 6, Capítulo LVIII, Parte III.

Los talones de piedra me guiaban. Los seguía de cerca
entre las cortinas de hediondo azufre, deshilachadas e infectas,
hasta que estuve igual de ciego, guiando mis pasos con una mano

delante de mi rostro, apartando de mi frente las telarañas,
entre el oro falso de las rocas amarillas; la fina arena
resbalaba entre las grietas. Pero, en tales casos, el guía

necesita en primer término la confianza del herido;
sentía mi duda a su zaga. Eso no era bueno.
Había perdido la fe tanto en la religión como en el mito.

En un foso se hallaban los petas. Espectros egoístas con ojos
que sólo escribían con ellos, que nomás veían superficies
en la naturaleza y en los hombres, y que sonreían a sus símiles,

condenados en su foso a llorar sus propias páginas.
Y de aquí era de donde yo había salido. El orgullo de mi arte.
Elevándome a mí mismo. Resbalé, y seguí cayendo

hacia la mierda en que guisaban; todos los poetas se rieron,
burlándose con dedos chorreantes; luego Omeros aferró mi mano
con su aprisionante mármol y su fuerza me apartó de ese hervidero,

si no, podría haberme deslizado hasta ese círculo
de los maledicentes, los burlones y los egocentristas.
Los pies ciegos me guiaban más arriba mientras la costra

se empinaba. Cuano yo, con desdén, volvía la cabeza,
desde la fragua que forja almas un puño de hielo lo aferraba,
y torcía mi propia cabeza que barboteaba mentiras a medias,

pregonando su nombre, pero cada sustantivo se adhería a la garganta
mientras solicitaba perdón, dispuesto a renunciar
si le era concedida otra oportunidad con el lenguaje.

Pero la cabeza esterada de hielo silbó:
"Intentaste representar sus vidas
como pudiste, pero eso nunca es suficiente;
ahora, entre la pestilencia del azufre, pregúntate:

¿el amor a la pobreza te ayudó a emplear otros ojos,
como los de esa piedra invidente?"
Mi cabeza se hundió en el fango negro de La Soufrière,

mientras miraba hacia atrás con toda la fe que podía reunir.
Ambas cabezas eran giradas como el dios del bostezante año,
sobre cuya cresta volví mi rostro, a mirar el lugar de donde había salido.

Se disipó la pesadilla. El busto se convirtió en su propio pasado.
Podía sentir aún los blancos versos en la distante espuma.
Me desperté con los mirlos que reñían durante el desayuno.

Derek Walcott, traducción José Luis Rivas.

Omeros, Libro 6, Capítulo LVIII, Parte II.

Así como los ruiseñores habían olvidado sus versos,
cámaras -no quimeras- veían su mar purpúrea
como un archipiélago de postal con retorcidos pinos

y templos sin dioses, donde el final de la poesía
era un macho cabrío balando hacia abajo desde las gradas del teatro
mientras los mirtos crujían como el reseco velamen de los barcos.

"Tú no has estado en parte alguna -dijo Seven Seas-, nada
has visto aunque hayas viajado muy lejos,
ciudades con chapiteles borrosos bordadas en un pantalla

que el pico de una golondrina ha enredado y desenredado;
no has aprendido más que si hubieras permanecido en esa playa
contemplando la desenhebrante espuma que miraste de niño,

a no ser tu destreza con un solo remo; oyes el lenguaje de la sal
que tu padre escuchó una vez; una isla y una verdad.
Tu trotamundos es un fantasma de una playa del niño.

Pero observa: él no va; envía a su narrador;
juega con el tiempo porque hay dos viajes
en cada odisea, uno por agitadas aguas,

y el otro encogido y sin movimiento, sigiloso.
En ambos, el "Yo" es un mástil; un escritorio es una balsa
para uno, espumeante de papel, y moja el pico

de una pluma en ese roción, mientras una nave verdadera
lleva al otro a ciudades donde la gente habla
un dioma distinto, o donde lo miran de modo distinto,

mientras el sol sale en otra dirección con sus inquietantes
sombras, pero el viaje verdadero es inmóvil;
como la mar moviéndose a la redonda de una isla

que parece como si bogara, el amor avanza bordeando
al corazón: con envolvente sal, y la mano que viaja poco a poco
sabe que recala en el puerto de donde ha de zarpar.

Así pues, eso es lo que esta isla representa para ti,
por eso habló mi busto, por eso la golondrina de mar te fuera enviada:
para ceñirte a ti mismo y a tu isla con este arte."

Cascos de cráneos cubiertos de barro. De entre los espectros
con que burbujeaba la fragua del Malebolge,
se alzó una doble figura. Su abierta sonrisa era como la de Héctor.

¡Héctor en el infierno, con un remo al hombro por lanza!
Se había puesto en ese sitio con plena creencia
en una vida venidera; un espectro en el géiser

que se arqueaba como un cometa con el vapor de sus surtidores,
pues, para mí, no haberlo visto allí habría puesto en entredicho
una doctrina con más convicción que mi propio sueño.

Su achicharrado rostro parecía estar viajando aproado al sol
cuando la luz se abrió camino entre el mudable humo una vez más,
porque el inferno para él era tan verdadero como el paraíso;

ahora llevaba yelmo, y la visera prestada le hendía el rostro
como las bolsas oculares de una iguana, su escudo era un claveteado
tapón de rueda, pues el guerrero de las carreteras

había hecho un alto entre el humo, no en honor de los dioses
ni las máscaras de sus orígenes, el dios río,
el dios serpiente, sino de Aquel que juntó a su raza

en el cardumen de una red, un creyente convencido
en su propio infierno, que el castigo de su espectro
era un alto en su tránsito a un paraje sin humo.

¡Allí estaba Bennet & Ward! Los dos jóvenes ingleses
de sucios cascos de fibras vegetales agachados en la arena amarilla
que goteaba de la corteza del volcán. Los dos estaba condenados

a pasarse un termómetro como el signo &
que enlazó sus nombres en un pizarrón,
el signo de una boa constrictor enroscada al árbol del Edén.

Derek Walcott, traducción de José Luis Rivas.

Omeros, Libro 6, Capítulo LVIII, Parte I.


En las alturas que los Plunkett amaban, de Soufrière en adelante,
traspuesto ese proyecto en ruinas que las estachas de bejuco
habían anclado en la maleza, de Messrs. Bennet & Ward,

el ciego guía me llevaba con apretada mano de mármol
mientras olíamos el hediondo azufre del infierno en el paraíso
sobre la escara quebradiza que enconstra las llagas del volcán

y la luz abrasadora que había apagado los ojos de Lucía
chamuscaba los míos cuando vi el Monopolio de la Especulación
bajo las enastadas cumbres. Oí los hirvientes motores

de vapor en las grietas, la indignación profunda
de Hefestos o de Ogún retumbando por los pecados
de las almas que habían traicionado a su raza, la antigua fragua

de plomo burbujeante estallaba con los especuladores
cuyas cabezas gorgoteaban en la lava del Malebolge
mascullando negocios al alzarse. Éstos eran los traidores

que, por oficio elegido, vieron la tierra como paisajes
para hotelería y promovieron para camareros a los hijos
de otra gente en tanto que los suyos aprendían otras cosas.

Ahora se alzaban sobre mis zapatos, entre sus bienes raíces,
para halarme hacia ellos mientras caminábamos por escalones de roca
que burbujeaban secretos, con dedos de fango que se derretían

y lactantes rostros que argüían Necesidad,
con raudos ceros que nadie más comprendía,
para el bienestar de la isla. Uno había arrendado la mar

a las jabegueras para la pesca de bajura, practicada con redes
que, si fueran izadas, revelarían una longitud que triplica la de la costa,
mientras otro ladrón giraba su negra cabeza como una bola en un casino

cuando la rueda de la ruleta se demora igual que los entrechocantes
dientes en el círculo ocioso de la apuesta. Gritaba con desprecio
que se ahogaba en su bilis por la indolencia de los negros

cada vez que saltaba de la lava para hundirse de nuevo,
luego, brotando a chorro, el vapor lanzaba su precio
desde una grieta, mientras seguían haciendo negocios

para beneficio del archipiélago con manos calientes, que se fundían
antes de que el precio de su pueblo bajara. Las sandalias
me guiaban por el recto camino, a la redonda de las feroces arenas,

costeando el círculo de la especulación, en donde otros
seguían haciendo lugar para los esclavos que traicionaran a su hermanos,
hasta que los ojos de la cabeza de piedra maldijieron sus lágrimas.

Derek Walcott, traducción de José Luis Rivas.


Imagen: los "horned Peaks" del volcán de La Soufrière en Santa Lucía.

Omeros, Libro 5, Capítulo XL, Parte III.


Y las agujas de Estambul, cada cúpula un turco con chilaba,
fajada como sarraceno, con la corva cimitarra
de una luna creciente en lo alto del domo, o la inmundicia inundante

de una Venecia que se sume sondada por un gondolero,
ondulando líneas que repiten los diarios de cierto peregrino,
el peso de ciudades que encontré tan difíciles de sobrellevar;

en ellas se encontraba el terro del Tiempo, el terror que tenía
a marcharme con las columnas al ocaso, sólo para perderme de vista
en un pasado con una historia que hacía eco al arco de los puentes

suspirando sobre sus antiguos canales
por un lugar que no era el mío, porque yo prefería
no las estatuas sino el pájaro en los cabellos de las estatuas.

El crepúsculo de miel acopado en largas plazas de sombra,
los calabozos que gotean, los duques idiotas, ¿fueron todos
redimidos por los cremosos trazos de un Velázquez,

como los violoncellos rascados en los campos de concentración,
con el arte de los hornos, el rizado velo
del humo que se remonta con Schubert? El cuarteado vidrio

de La casada desnudada por sus solteros de Duchamp; ¿Dadá
previó el futuro de Celan y Max Jacob
como parte del cósmiico estercolero? De lo que mi padre

hablaba con gran animación era de esa otra Europa
de los museos-mausoleos, la respisa del barbero
con The World's Great Classics, con una vanidad

de agujas y campanas que se perdonaban puntualmente
en la absolución de las fuentes y las estatuas,
en tritones que se retorcían pasmosamente; su ruido frío

desbordando el pilón, repitiendo que el poder
y el arte eran la misma cosa, desde la nariz comida de algún César
hasta agujas al ocaso en la media hora de la golondrina.

Cuéntale eso a un esclavo de las regiones apartadas
de sus raídos imperios, qué poder residía en la obra
de las indulgentes fuentes con náyades y leones.

Derek Walcott, traducción José Luis Rivas.


Imagen: "La casada desnudada por sus solteros" de Marcel Duchamp.

Omeros, Libro 5, Capítulo XXVI, Parte I.


¿Quién decreta una gran época? El meridiano de Greenwich.
¿Quién distribuye nuestro fervor, y en qué dirección se encuentra
nuestra esperanza? En los guijarros del tétrico Shoreditch,

en los dilatados anillos de la flor de hierro de Big Ben,
en las chalanas encadenadas al Támesis como nuestras islas.
¿Dónde está el trigo alquímico y la luz que arroja?

¿Dónde, en qué piedras de la Abbey, están grabados nuestros nombres?
¿Quién decide nuestro deleite? St. Martin-in-the-Fields.
Después de cada Michaelmas, su campanario de desgarradora soprano

decide nuestro deleite. ¿Dentro de la agradable bóveda de quién
habrá de resonar la letanía de los Santos de nuestros isleños?
El salero de St. Paul, cuando merezcamos esa sal.

Sé fiel a las inclinadas cruces de la muy tranquila Glen-da-Lough.
Sigue el corvo dedo del grajo hasta el granero cubierto de hiedra.
Tan negro como el grajo, procede de una buena familia.

¿Quién vocea nuestro precio? Los cuervos de Corn Exchange.
¿Dónde están las placenteras pasturas? El tapete verde de una mesa de juego.
¿Quién invierte en nuestra felicidad? El Viaje Turístico. ¿Quién ha de enseñarnos

una historia para la que nosotros también seamos competentes?
La vista desde el rojo autobús de dos pisos de la Bloody Tower.
¿Cuándo es nuestra prole una calamidad pública, como los gorriones?

Cuando chillan a los sinuosos cisnes de Serpentine. Los cisnes gozan
de protección real, pero ¿en qué manos se encuentran las negras
cochuras de nuestros niños? En el letrero de la señal, bajo las arpas

de los sauces, frente a la basura de Margate Sands. ¿Qué tiene todo esto
que ver con el precio del pescado, con nuestro salario
examinado de tanto en tanto a la luz de las tasas de interés por cajeros

del museo de cera? ¿Dónde está la luz del mundo? En National Gallery.
En Palladian Wren. En la City, que puede comprar y vendernos
los paquetitos de té removidos con nuestros cristales de sudor.

¿Dónde está nuestra paz sublunar? En esta falcada soberana
que monda la doradura de la silueta de cebolla de St.Paul.
Ahí está nuestra paz lunar; en el grano rutilante

del amontonado estuario, nuestro inmortal trigo iluminado por la luna,
la blanca vela coronando la paulataina ondulación de los Downs,
asustando en Salibury Plain a la liebre de los pilares,

afilando los visajes de pueblos con mercados de finos labios,
encalando las paredes de Brixton, oscureciendo el grano cuando lo cruzan
las sombras carbonosas. Un negro futuro, cuesta abajo, por una calle más negra.

Derek Walcott, traducción de José Luis Rivas.


Imagen: Observatorio de Greenwich (1675) obra de Cristopher Wren de clara inspiración "Palladiana". "Palladian Wren". Abajo, Catedral de St.Paul, también de Wren.


Omeros, Libro 4, Capítulo XXXVI, Parte I.


Los museos permanecen; pero el sic transit gloria
agita la luz de la hoja sobre los bancos de concreto
en el jardín de la escultura, donde gorriones con cola de levita

pegan avisos a un frontón mientras los pinzones discuten
acerca de una fachada clásica. El Arte se ha puesto en manos
de la Historia y de su tufillo a formaldehído.

Inclinada hacia un escaparate, una barba erudita emite
un complicado juicio. Afuera, el sol de cara pecosa
hace muecas por la ventana, y así rescato mi aliento

de un barnizado retrato, recibo devueltos mis iris
de furioso César insomne, para quien la muerte
por mármol desvaneció la crisis de los conspiradores,

entre inmortales estatuas invitándome a morir.
Afuera, en el aire fresco, cerca de un Bayeux de hiedra,
fumé en los escalones y leí la caligrafía

de las golondrinas. A mi espalda, deudos reverentes
cuchicheaban como la gente dentro de un banco o en las salas
de velación; el Arte es inomortal y pesa mucho sobre nosotros,

y los museos nos dejan sin nada que decir.
El exterior se convierte en museo: lo ornados marcos
cuadriculan un domo, unos cuantos árboles, un par de gorriones;

hasta que cada vista es una tarjeta postal firmada por grandes nombres;
el cielo es de Canaletto, el banco vacío de Van Gogh.
Aplasté mi colilla y volví a entrar en el aire muerto

por el largo mármol retumbante y el aire de cera
de una fiesta faraónica. Luego, al doblar un pasillo,
sorprendí la luz sobre la averde agua, salada y clara

como la de la isla. Luego lo vi a él. ¡Aquiles! Más grande
de como lo recordaba sobre la blanca cubierta cuarteada por el sol
del caliente casco. ¡Aquiles! ¡Mi protagonista principal, mi negro!

rodeado de tiburones que aserraban cadenas; las amarras en el cuello
y la cabeza vuelta hacia África en The Gulf Stream,
que orzó allí, para siempre, entre nuestra isla

y la costa de Guinea, fijo en el sueño tribal,
en la luz que entraba en la mano de otro Homero
la brisa levantando la lona del museo.

Pero esas leprosas columnas que dan un baque contra el casco,
sonde Aquiles descansa apoyado en un codo, siempre ciñen
su barca y la mía, no necesitan ninguna redentora vela blanca

de un mar cuyo ritmo va en crescendo como en Herman Melville.
Y hete aquí, Capi Melville, so la blancura de la ballena:
"Teniendo para el color imperial el mismo tono imperial...

confiriendo al hombre blanco superioridad ideal sobre cada tribu morena."
Señó, Señó, Maes'Melville, ¿qué podía hacer un negro
sino bajar los escalones en la oscuridad que describiste?

Así, seguí de pie en la oscuridad entre las columnas griegas
del museo tocadas por el sol en su caída
sobre el dorado como del State House, sobre el friso

de Saint Gaudens con soldados negros oscureciéndose sobre Commmon,
y sentí cómo me fundía a su crepúsculo. Mi cuello
se levantaba en medio de una helada real, busqué un taxi,

pero los taxis, como el otoño, eran un asunto de color,
y pasaron varios, vacíos. en el asiento trasero de uno, Ahab
iba sentado, tratando de cazar su buque ballenero. Lancé mi alarido

como un arpón con un lazo, igual que Queequeg, pero el único surtidor
era el de una fuente con su escultura. Sic transit taxi, buen perdedor.
Las luces de la calle se encendieron. Las ventanas del museo se apagaron.

Derek Walcott, traducción José Luis Rivas.

Imágen: The Gulf Stream de Homer Winslow (óleo sobre tela, 71.5 x 124.8 cm, Metropolitan Museum of Art, New York)

Omeros, Libro 3, Capítulo XXX, Parte II.

Como cartas marinas en pergamino, con una alada cabeza en cada esquina
soltando a chorro encrespadas ráfagas propicias, con lo carrillos
como cornetas, hasta que el velamen se abulta mientras el casco pasa

serios apuros por mares enrollados como dragones de ornamentados
nudos, así también las recias rachas favorecían la vela, hasta podría
haber gritado de contento, pero el compañero lo habría oído.

Éste era el grito sobre el que gira toda odisea, ese grito
silencioso a la vista de un arrecife o de un pájaro conocido;
no el clamor de la batalla, ni la enredada trama de un arte

de pesca, sino cuando el tumbo de la ola rima con la tumba de uno,
laúd con ataúd, una vez que el paralelo
ha sido traspuesto y anula la línea entre el amo y el esclavo.

Luego, un remo levantado es más enérgico que la atajante mano
del César de mármol; y un esquife ligero, más veloz que sus galeras
cuando bogan con delicia al ras de las aguas.

Y voy de regreso a casa con él, Homeros, mi negro,
mi capitán, ¡con su coraza estallando de dicha!
Que los delfines como escoltas lo acompañen ahora

más alla del Barrel of Beef, porque puedo ver los blancos
balcones del hotel inclinándose con la proa,
y, bajo su talón, la carga de plata de la albacora.

Derek Walcott, traducción José Luis Rivas.

sábado, 20 de noviembre de 2010

Omeros, Libro 3, Capítulo XXIX, Parte II.

No donde rojizos leones gruñen sobre terrazas cubiertas de hojas,
ni donde ocelotes pasean manchadas sombras, ni donde el viento
arrasa Asiria, donde lloviznantes flechas golpean los rostros decididos

de cerita falange de Tracia que serpenteando baja los desfiladeros de montaña,
sino en un costa de palmeras, con hierbas de río, enredaderas
y barracones de piedra, sobre la tierra parda, pelada como sus culos.

Sin embargo, sentían que el viento de la mar los enlazaba en una sola
nación de ojos y sombras y lamentos fundidos
en el único dolor que es inconsolable: la pérdida de la costa propia

con su sendero torcido. Habían llorado, no sólo por sus esposas
y sus hijos que desaparecierón, sino por cosas extrañas
y comunes. ÉSte, que era cazador, lloraba

por una lanza de árbol nuevo cuyo peso ausente cantaba
en el hueco de su mano. Éste otro, pescador, por un río ocre
ciñendo sus pantorrillas; otro más, tejedor, por una cesta

para el pescado, que pensaba reparar y que se quedó marchitando
en el agua. Lloraban por cosas pequeñas, tras hacerlo por las grandes.
Lloraban por una cascada calabaza. Sólo más tarde

hablaron con los dioses, que no habían estado presentes
cuando ellos los necesitaban. Su mundo entero se conmovía,
o una gran parte del mismo, y eso que comenzó a disolverse

era el desvaneciente sonido del nombre tribal para la lluvia,
el brillante sonido para el sol, el nombre silbante para el río,
y siempre la palabra "nunca" y nunca la palabra "otra vez".

Derek Walcott, traducción de José Luis Rivas.

Omeros, Libro 3, Capítulo XXVI, Parte I.

Con un lenguaje igual de pardo y pausado que el río,
mumrmuraban acerca de un futuro que Aquiles ya conocía
pero que no podía revelar ni a quien le dio el aliento,

ni siquiera en el consejo de ancianos. Mas aprendió a mascar
en el ritual de la nuez de cola, a apurar calabazas de vino de palmera,
a escuchar el gemido de la pena triunfal de la tribu, de labios

de un narrador de ojos blancos, a la quejumbre de un balafon;
quién murió en qué batalla, quién era de hábil flecha,
quién se midió con un cocodrilo, quién se metió dentro de un hipopótamo

y vivió en su vientre, quién era el favorito del trueno,
a quién el dios serpiente extravió a muchas millas de su camino
por alguna ofensa blasfema que ahora tenía que purgar

olviadando a sus padres, a su tribu y a su propio espíritu,
por un dios albino, y cómo ese guerrero fue desfigurado
durante incontables lunas tan gravemente que se desheredaría

a sí mismo. Y cada noche, el bardo de ojos de semilla, lleno de arrugas
como un árbol, encorvado que cargaba las hojas
genealógicas de la tribu con sus gemidos de cavernosa garganta,

seguía las entrelazadas ramas de su vidas con raíces de río,
enmarañadas como las raíces de los mangles. Cantaba
hasta al amanecer, hasta que el río era el único que lo escuchaba.

Aquiles no bajó adonde estaban las estacas de pescar, una amanecida;
dejó abierta la puerta de su choza, la choaza le había sido dada,
a él y a la mujer que eligiera como compañera,

y subió por una vereda de enormes ñames hasta encontrar ese cielo
de altísimos árboles, ese círculo sagrado de terreno abierto
donde se reunían los dioses. Se irguió en el calvero

y recitó los nombres de los dioses. Los árboles al alcnace de la voz
ignoraron su conjuro. Sólo oía el fresco sonido del río.
Vio el boquete de un árbol, vivo en la desgarrada tierra de sus raíces.

Derek Walcott, traducción José Luis Rivas.
(He cambiado "balafo" del original, por "balafon" porque me parece que así se dice el instrumento. Ninguno de los dos aparece en el DRAE.)

Omeros, Libro 2, Capítulo XV, Parte II.

Una maligna flor de humo persistía después del alba
en el horizonte que se despejaba. Oyó el grave rugido
del nostramo, el "¡Sí!" del condetable. Fuera de su escuadra,

una fragata francesa que navegaba cerca había sido golpeada.
Se abalanzó sobre The Marlborough, el joven guardia marina
miró de cerca su belleza embozada de humo, y estimó que ninguna

guerra era más cortés que una batalla naval, las blancas velas
se dirigieron hacia él, con las troneras escupiendo fuego
mientras negros velos de furia se hinchaban como olas desde su saltillo

de proa; para eso había observado las gaviotas de su condado lleno
de surcos, con la lona al hombro, y la mortal cabalgada
por las pantonosas tierras bajas. Observar forma el carácter,

de modo que observó a la nave revolcarse en su herido amor propio
con los pertrechos sueltos, oyó los pies martillando la tablazón
de la cubierta superior, y se resbaló, mientras el bajel intentaba

evitar el choque. Se sostuvo bien, hizo esfuerzos para alcanzar la espada
cuando The Marlborough se estremeció con el quejido postrero
del crujiente palo mayor, un gommier, un olmo tronchado,

sus hojas como velamen que se derrumba cubriendo el campo de batalla.
Agarró aire mientras el timonel hacía girar con esfuerzo el gobernalle,
entonces el cielo se asomó por un agujero. Luego vomitó una ola

por el garguero de madera, regurgitando despojjos de astillas
y -Dios sabrá por qué- también botellas; mientas la nave cruzaba,
leyó las ornadas bastardillas: Ville de Paris.

Derek Walcott, traducción de José Luis Rivas.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Omeros, Libro 1, Capítulo XIII, Parte II.

"Acompáñame al embarcadero."
En la esquina de Bridge
Street vimos el trasatlántico, blanco como un espejismo,
con el casco brillante como papel, pavoneándose con privilegio.

"Cuenta los días que has perdido. Haz sólo el trabajo
que desposa tu corazón con tu mano derecha: simplifica
tu vida a un símbolo: un velero que zarpa

y un velero que arriba. Toda influencia corruptora
va a implorar que la lleves a bordo. La fama es el trasatlántico
blanco al final de tu calle, una ciudad completa,

más alta que la estación de bomberos y mucho más elegante
-con sus portas de argollas de bronce, subiendo de grada en grada-
que cualquier cosa que Castries soñara en construir."

El casco inmaculado insultaba los techos de hojalata
que estaban debajo, los sobrecargos a bordo eran leche, y aun la sentina,
burbujeando desde la popa por las aberturas de quedo murmullo

mientras las máquinas vomitaban caras inmundicias
donde los chiquillos, que se equilibraban sobre troncos o cabalgaban
viejas llantas al pasar el buque, pedían a gritos a los turistas de la batayola

que les arrojaran monedas, mientras éstos fotografiaban sus negros gritos,
luego el salto de carpa y el del ángel -las colas dando volteretas, como peces
que piruetean en sentido contrario- en tanto las monedas aumentaban

en la bamboleante hondura; luego, cuando emegían, combates
por la posesión, las cabezas topetando como marsopas,
hasta que, como una ciudad que deja a otra, las luces

resplancedían en las habitaciones en marcha, y el trasatlántico
se deslizaba sobre su propio fósforo, y los remolinos chapoteaban en los muelles
mucho después de que los camareros habían preparado el servicio

dentro de los salones de candelabros oscilantes, y las negras olas
se apaciguaban. Las estrellas renovaban sus tachonados
diseños sobre la canoa de Aquiles.

Desde aquí, de chiquillo, había visto mujeres que trepaban
como hormigas por una blanca maceta, canastas de carbón
se balanceaban sobre las cabezas tocadas con burdo encaje, sin rozarlas,

hacia las negras pirámides, cada columna dorsal erguida como un mástil,
y con una fuerza que nunca alteraba el ritmo.
Habló por aquellas Helenas de una época ya pasada:

"El infierno fue erigido sobre aquellos montes. En auquel país
de carbón, sin fuego, el infierno era del mismo color
de sus pieles y sus sombras, cada alma que allí trabajaba

subía con su canasta de a quintal, cada carga a cambio
de un cuarto de cobre, balanceándola derecha sobre los cuellos
tirantes como los cabos del trasatlántico a causa del peso.

Los porteadores eran mujeres, no el sexo débil y bello.
En cambio, eran más oscuras y fuertes, y su andar
era embellecido por el equilibrio cuando subían

la angosta rampa de madera elevada en declive hasta el casco de un trasatlántico alto como una nube, la hilera sin fin
cruzando como hormigas sin tocarse durante todo el día.

Ésta era una sección del embarcadero, enfrente
de la casa de tu abuela donde yo contemplaba las siluetas
de aquellas mujeres, mientras cada canasta de a quintal era rotulada

por dos altos empleados públicos tocados con blancos cascos,
y la repetición era infinita, y en tanto subían por los infernales
cerros de atracita, te mostraban el infierno, con tiempo."


Derek Walcott, traducción de José Luis Rivas.

Omeros, Libro 1, Capítulo V, Parte II.

¿Miembros de un club? ¡No! Compinches, camaradas. Comilitones.
Se agacharon, con las manos en los cascos, mientras la ametralladora
del Messerschmitt bordaba, con sucesivos staccatos, una fila de palmeras

en miniatura en lo alto de la trinchera. Se levantó de repente.
Tumbly lo hizo bajar de nuevo de un tirón. "¡Agacha tu puñetera cabeza!"
Scott corría hacia ellos, riendo, pero la única gracia

era que a uno de sus codos le faltaba
el resto del brazo. Dio una sacudida al trozo de muñón,
para imitar un saludo a la alemana; luego, una vez pasado

su aturdimiento, aflojó las rodillas con aquella mueca.
Me volví hacia Tumbly: sus ojos estaban abiertos
pero no se movían; luego un ruido horrendo

nos levantó a todos de la arena y supongo
que fui herido entonces, pero no pude recordar nada más
durante meses, en el hospital de campaña. ¡Oh, sí!, ese incidente

de los ojos de Tumbly. El cielo en ellos. Scottie riendo.
Cuenta eso, en el Victoria, en medio del tintineo
de los cubitos de hielo y la espumante cerveza de barril.

Esta herida, yo la he bordado en la persona de Plunkett.
Él tenía que estar herido, la aflicción es uno de los temas
de esta obra, de esta ficción, puesto que todo "Yo"

es una ficción en última instancia. Narrador fantasma, resume:
Tumbly. Huecos en vez de ojos. Scottie más juicioso
después de que pasó el susto. Hombres francotes. Ni imponentes.

Ni apuestos. Por los arcos moriscos de la sala del hospital,
con una nube enrollada a la cabeza como un árabe,
vio el Mediterráneo azul, luego a Maud tumbada

sobre sus espalda en el acantilado, y el escarabjo del buque
para el transporte de tropas en el distante fondeadero.
Dos días de licencia antes de zarpar, y pensó que nunca

volvería a verla, pero si no era así, tenía que hacerse
una vida distinta tan pronto como la guerra concluyera,
aunque se alargara diez años, siempre que ella lo esperara,

no sobre ese herboso acantilado, sino en alguna parte
de la otra orilla del mundo, llena de islas soleadas,
de donde eso que llamaban historia no podría ocurrir. ¿En dónde?

¿Dónde podría este mundo repetir la inocencia del Mediterráneo?
Ella se merecía el Edén después de esta guerra.
Más allá de ese islote estaba la Batalla de los Santos.

La envejecida Maud era coloradota como rosa de té; una vez su pelo
fue rubio como un pichel de cerveza al amor de la lumbre, pero ahora
había alargado, fuera del camisón de dormir, un brazo como un mapa.

"Es un mapa de Seychelles o algo por el estilo." "No, amor mío, ¡no!"
"Tú eres mi rosa de té, mi corona, mi causa, mi honor,
mi lirio del desierto, la reina por quien luché."

A veces, el mismo viejo anhelo de ver de nuevo Irlanda
se apoderaba de ella. Él plantó su copa en el anillo
de un excelente matrimonio. Sólo les faltaba un hijo.



Derek Walcott, traducción de José Luis Rivas.