Ayer leí la aclamada novela "Los pichiciegos" de Fogwill, editada en España en febrero de este año (Editorial Periférica). Confieso que nunca la había leído, a pesar de su extendida fama, porque el título me resulta extremadamente desagradable. Sin embargo, impulsado creo por la reciente desaparición del autor y porque la vi en un anaquel de la biblioteca Jaume Fuster de Barcelona, me decidí, con no pocos prejuicios, a hacerlo. Me sorprendió "como un cross a la mandíbula", al decir de Roberto Arlt.
La lectura se hace, desde el comienzo, desenfrenada. Como si para leerla hubiese que contener la respiración para cruzar una piscina bajo el agua. Casi no podía detenerme a meditar qué era lo que estaba pasando a nivel textual, cuáles eran los mecanismos que empujaban la narración tan rápidamente hacia adelante. La trampa funcionaba a la perfección: apresaba. Mientras leía, pensaba que la historia, la anécdota del grupo de desertores en la guerra de Malvinas, era lo que cautivaba de ese modo, pero al terminarla me di cuenta de que, además, había otra cosa importante, la escritura de Fogwill, su estilo.
Recientemente leí sus cuentos completos, editados por Alfaguara en marzo de este año, y me sentí molesto por una forma "alocada" de escribir. Un discurso que corría, en cuanto a las formas o estrategias narrativas, sin aparente premeditación estructural. Como un caudal de historia que se le desbordaba al autor de las manos. Pero lo que en los cuentos me había parecido desafortunado, en el caso de "Los Pichiciegos" funcionaba a la perfección. Era como si el escritor, una vez sentado a narrar, hubiese terminado la novela al mismo tiempo que el lector, sin detenerse a evaluar.
Esa forma abrupta, me quedé pensando, más allá de la truculenta historia que se cuenta, es lo que convierte a la novela en un mecanismo que funciona tan bien, como lo pude comprobar en la misma madrugada de hoy. Dormí mal, tuve pesadillas, me desperté varias veces, amanecí cansado y con dolor de cabeza. Preguntándome por las causas de este comportamiento nocturno de mi cuerpo, entendí que los residuos de "Los pichiciegos" obraban en mí. Al leerla tan deprisa, como devorando el hambre de sus protagonistas, no existe el tiempo necesario para la digestión. Ésta ocurre después, en el inconciente callado, y los residuos que quedan se vuelven extremadamente perturbadores. Ahí está la magia del texto, su secreto.
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