domingo, 21 de noviembre de 2010

Omeros, Libro 6, Capítulo LVIII, Parte III.

Los talones de piedra me guiaban. Los seguía de cerca
entre las cortinas de hediondo azufre, deshilachadas e infectas,
hasta que estuve igual de ciego, guiando mis pasos con una mano

delante de mi rostro, apartando de mi frente las telarañas,
entre el oro falso de las rocas amarillas; la fina arena
resbalaba entre las grietas. Pero, en tales casos, el guía

necesita en primer término la confianza del herido;
sentía mi duda a su zaga. Eso no era bueno.
Había perdido la fe tanto en la religión como en el mito.

En un foso se hallaban los petas. Espectros egoístas con ojos
que sólo escribían con ellos, que nomás veían superficies
en la naturaleza y en los hombres, y que sonreían a sus símiles,

condenados en su foso a llorar sus propias páginas.
Y de aquí era de donde yo había salido. El orgullo de mi arte.
Elevándome a mí mismo. Resbalé, y seguí cayendo

hacia la mierda en que guisaban; todos los poetas se rieron,
burlándose con dedos chorreantes; luego Omeros aferró mi mano
con su aprisionante mármol y su fuerza me apartó de ese hervidero,

si no, podría haberme deslizado hasta ese círculo
de los maledicentes, los burlones y los egocentristas.
Los pies ciegos me guiaban más arriba mientras la costra

se empinaba. Cuano yo, con desdén, volvía la cabeza,
desde la fragua que forja almas un puño de hielo lo aferraba,
y torcía mi propia cabeza que barboteaba mentiras a medias,

pregonando su nombre, pero cada sustantivo se adhería a la garganta
mientras solicitaba perdón, dispuesto a renunciar
si le era concedida otra oportunidad con el lenguaje.

Pero la cabeza esterada de hielo silbó:
"Intentaste representar sus vidas
como pudiste, pero eso nunca es suficiente;
ahora, entre la pestilencia del azufre, pregúntate:

¿el amor a la pobreza te ayudó a emplear otros ojos,
como los de esa piedra invidente?"
Mi cabeza se hundió en el fango negro de La Soufrière,

mientras miraba hacia atrás con toda la fe que podía reunir.
Ambas cabezas eran giradas como el dios del bostezante año,
sobre cuya cresta volví mi rostro, a mirar el lugar de donde había salido.

Se disipó la pesadilla. El busto se convirtió en su propio pasado.
Podía sentir aún los blancos versos en la distante espuma.
Me desperté con los mirlos que reñían durante el desayuno.

Derek Walcott, traducción José Luis Rivas.

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