viernes, 19 de noviembre de 2010

Omeros, Libro 1, Capítulo V, Parte II.

¿Miembros de un club? ¡No! Compinches, camaradas. Comilitones.
Se agacharon, con las manos en los cascos, mientras la ametralladora
del Messerschmitt bordaba, con sucesivos staccatos, una fila de palmeras

en miniatura en lo alto de la trinchera. Se levantó de repente.
Tumbly lo hizo bajar de nuevo de un tirón. "¡Agacha tu puñetera cabeza!"
Scott corría hacia ellos, riendo, pero la única gracia

era que a uno de sus codos le faltaba
el resto del brazo. Dio una sacudida al trozo de muñón,
para imitar un saludo a la alemana; luego, una vez pasado

su aturdimiento, aflojó las rodillas con aquella mueca.
Me volví hacia Tumbly: sus ojos estaban abiertos
pero no se movían; luego un ruido horrendo

nos levantó a todos de la arena y supongo
que fui herido entonces, pero no pude recordar nada más
durante meses, en el hospital de campaña. ¡Oh, sí!, ese incidente

de los ojos de Tumbly. El cielo en ellos. Scottie riendo.
Cuenta eso, en el Victoria, en medio del tintineo
de los cubitos de hielo y la espumante cerveza de barril.

Esta herida, yo la he bordado en la persona de Plunkett.
Él tenía que estar herido, la aflicción es uno de los temas
de esta obra, de esta ficción, puesto que todo "Yo"

es una ficción en última instancia. Narrador fantasma, resume:
Tumbly. Huecos en vez de ojos. Scottie más juicioso
después de que pasó el susto. Hombres francotes. Ni imponentes.

Ni apuestos. Por los arcos moriscos de la sala del hospital,
con una nube enrollada a la cabeza como un árabe,
vio el Mediterráneo azul, luego a Maud tumbada

sobre sus espalda en el acantilado, y el escarabjo del buque
para el transporte de tropas en el distante fondeadero.
Dos días de licencia antes de zarpar, y pensó que nunca

volvería a verla, pero si no era así, tenía que hacerse
una vida distinta tan pronto como la guerra concluyera,
aunque se alargara diez años, siempre que ella lo esperara,

no sobre ese herboso acantilado, sino en alguna parte
de la otra orilla del mundo, llena de islas soleadas,
de donde eso que llamaban historia no podría ocurrir. ¿En dónde?

¿Dónde podría este mundo repetir la inocencia del Mediterráneo?
Ella se merecía el Edén después de esta guerra.
Más allá de ese islote estaba la Batalla de los Santos.

La envejecida Maud era coloradota como rosa de té; una vez su pelo
fue rubio como un pichel de cerveza al amor de la lumbre, pero ahora
había alargado, fuera del camisón de dormir, un brazo como un mapa.

"Es un mapa de Seychelles o algo por el estilo." "No, amor mío, ¡no!"
"Tú eres mi rosa de té, mi corona, mi causa, mi honor,
mi lirio del desierto, la reina por quien luché."

A veces, el mismo viejo anhelo de ver de nuevo Irlanda
se apoderaba de ella. Él plantó su copa en el anillo
de un excelente matrimonio. Sólo les faltaba un hijo.



Derek Walcott, traducción de José Luis Rivas.

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