domingo, 21 de noviembre de 2010

Omeros, Libro 6, Capítulo LVIII, Parte II.

Así como los ruiseñores habían olvidado sus versos,
cámaras -no quimeras- veían su mar purpúrea
como un archipiélago de postal con retorcidos pinos

y templos sin dioses, donde el final de la poesía
era un macho cabrío balando hacia abajo desde las gradas del teatro
mientras los mirtos crujían como el reseco velamen de los barcos.

"Tú no has estado en parte alguna -dijo Seven Seas-, nada
has visto aunque hayas viajado muy lejos,
ciudades con chapiteles borrosos bordadas en un pantalla

que el pico de una golondrina ha enredado y desenredado;
no has aprendido más que si hubieras permanecido en esa playa
contemplando la desenhebrante espuma que miraste de niño,

a no ser tu destreza con un solo remo; oyes el lenguaje de la sal
que tu padre escuchó una vez; una isla y una verdad.
Tu trotamundos es un fantasma de una playa del niño.

Pero observa: él no va; envía a su narrador;
juega con el tiempo porque hay dos viajes
en cada odisea, uno por agitadas aguas,

y el otro encogido y sin movimiento, sigiloso.
En ambos, el "Yo" es un mástil; un escritorio es una balsa
para uno, espumeante de papel, y moja el pico

de una pluma en ese roción, mientras una nave verdadera
lleva al otro a ciudades donde la gente habla
un dioma distinto, o donde lo miran de modo distinto,

mientras el sol sale en otra dirección con sus inquietantes
sombras, pero el viaje verdadero es inmóvil;
como la mar moviéndose a la redonda de una isla

que parece como si bogara, el amor avanza bordeando
al corazón: con envolvente sal, y la mano que viaja poco a poco
sabe que recala en el puerto de donde ha de zarpar.

Así pues, eso es lo que esta isla representa para ti,
por eso habló mi busto, por eso la golondrina de mar te fuera enviada:
para ceñirte a ti mismo y a tu isla con este arte."

Cascos de cráneos cubiertos de barro. De entre los espectros
con que burbujeaba la fragua del Malebolge,
se alzó una doble figura. Su abierta sonrisa era como la de Héctor.

¡Héctor en el infierno, con un remo al hombro por lanza!
Se había puesto en ese sitio con plena creencia
en una vida venidera; un espectro en el géiser

que se arqueaba como un cometa con el vapor de sus surtidores,
pues, para mí, no haberlo visto allí habría puesto en entredicho
una doctrina con más convicción que mi propio sueño.

Su achicharrado rostro parecía estar viajando aproado al sol
cuando la luz se abrió camino entre el mudable humo una vez más,
porque el inferno para él era tan verdadero como el paraíso;

ahora llevaba yelmo, y la visera prestada le hendía el rostro
como las bolsas oculares de una iguana, su escudo era un claveteado
tapón de rueda, pues el guerrero de las carreteras

había hecho un alto entre el humo, no en honor de los dioses
ni las máscaras de sus orígenes, el dios río,
el dios serpiente, sino de Aquel que juntó a su raza

en el cardumen de una red, un creyente convencido
en su propio infierno, que el castigo de su espectro
era un alto en su tránsito a un paraje sin humo.

¡Allí estaba Bennet & Ward! Los dos jóvenes ingleses
de sucios cascos de fibras vegetales agachados en la arena amarilla
que goteaba de la corteza del volcán. Los dos estaba condenados

a pasarse un termómetro como el signo &
que enlazó sus nombres en un pizarrón,
el signo de una boa constrictor enroscada al árbol del Edén.

Derek Walcott, traducción de José Luis Rivas.

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