viernes, 19 de noviembre de 2010

Omeros, Libro 1, Capítulo XIII, Parte II.

"Acompáñame al embarcadero."
En la esquina de Bridge
Street vimos el trasatlántico, blanco como un espejismo,
con el casco brillante como papel, pavoneándose con privilegio.

"Cuenta los días que has perdido. Haz sólo el trabajo
que desposa tu corazón con tu mano derecha: simplifica
tu vida a un símbolo: un velero que zarpa

y un velero que arriba. Toda influencia corruptora
va a implorar que la lleves a bordo. La fama es el trasatlántico
blanco al final de tu calle, una ciudad completa,

más alta que la estación de bomberos y mucho más elegante
-con sus portas de argollas de bronce, subiendo de grada en grada-
que cualquier cosa que Castries soñara en construir."

El casco inmaculado insultaba los techos de hojalata
que estaban debajo, los sobrecargos a bordo eran leche, y aun la sentina,
burbujeando desde la popa por las aberturas de quedo murmullo

mientras las máquinas vomitaban caras inmundicias
donde los chiquillos, que se equilibraban sobre troncos o cabalgaban
viejas llantas al pasar el buque, pedían a gritos a los turistas de la batayola

que les arrojaran monedas, mientras éstos fotografiaban sus negros gritos,
luego el salto de carpa y el del ángel -las colas dando volteretas, como peces
que piruetean en sentido contrario- en tanto las monedas aumentaban

en la bamboleante hondura; luego, cuando emegían, combates
por la posesión, las cabezas topetando como marsopas,
hasta que, como una ciudad que deja a otra, las luces

resplancedían en las habitaciones en marcha, y el trasatlántico
se deslizaba sobre su propio fósforo, y los remolinos chapoteaban en los muelles
mucho después de que los camareros habían preparado el servicio

dentro de los salones de candelabros oscilantes, y las negras olas
se apaciguaban. Las estrellas renovaban sus tachonados
diseños sobre la canoa de Aquiles.

Desde aquí, de chiquillo, había visto mujeres que trepaban
como hormigas por una blanca maceta, canastas de carbón
se balanceaban sobre las cabezas tocadas con burdo encaje, sin rozarlas,

hacia las negras pirámides, cada columna dorsal erguida como un mástil,
y con una fuerza que nunca alteraba el ritmo.
Habló por aquellas Helenas de una época ya pasada:

"El infierno fue erigido sobre aquellos montes. En auquel país
de carbón, sin fuego, el infierno era del mismo color
de sus pieles y sus sombras, cada alma que allí trabajaba

subía con su canasta de a quintal, cada carga a cambio
de un cuarto de cobre, balanceándola derecha sobre los cuellos
tirantes como los cabos del trasatlántico a causa del peso.

Los porteadores eran mujeres, no el sexo débil y bello.
En cambio, eran más oscuras y fuertes, y su andar
era embellecido por el equilibrio cuando subían

la angosta rampa de madera elevada en declive hasta el casco de un trasatlántico alto como una nube, la hilera sin fin
cruzando como hormigas sin tocarse durante todo el día.

Ésta era una sección del embarcadero, enfrente
de la casa de tu abuela donde yo contemplaba las siluetas
de aquellas mujeres, mientras cada canasta de a quintal era rotulada

por dos altos empleados públicos tocados con blancos cascos,
y la repetición era infinita, y en tanto subían por los infernales
cerros de atracita, te mostraban el infierno, con tiempo."


Derek Walcott, traducción de José Luis Rivas.

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