sábado, 20 de noviembre de 2010

Omeros, Libro 3, Capítulo XXIX, Parte II.

No donde rojizos leones gruñen sobre terrazas cubiertas de hojas,
ni donde ocelotes pasean manchadas sombras, ni donde el viento
arrasa Asiria, donde lloviznantes flechas golpean los rostros decididos

de cerita falange de Tracia que serpenteando baja los desfiladeros de montaña,
sino en un costa de palmeras, con hierbas de río, enredaderas
y barracones de piedra, sobre la tierra parda, pelada como sus culos.

Sin embargo, sentían que el viento de la mar los enlazaba en una sola
nación de ojos y sombras y lamentos fundidos
en el único dolor que es inconsolable: la pérdida de la costa propia

con su sendero torcido. Habían llorado, no sólo por sus esposas
y sus hijos que desaparecierón, sino por cosas extrañas
y comunes. ÉSte, que era cazador, lloraba

por una lanza de árbol nuevo cuyo peso ausente cantaba
en el hueco de su mano. Éste otro, pescador, por un río ocre
ciñendo sus pantorrillas; otro más, tejedor, por una cesta

para el pescado, que pensaba reparar y que se quedó marchitando
en el agua. Lloraban por cosas pequeñas, tras hacerlo por las grandes.
Lloraban por una cascada calabaza. Sólo más tarde

hablaron con los dioses, que no habían estado presentes
cuando ellos los necesitaban. Su mundo entero se conmovía,
o una gran parte del mismo, y eso que comenzó a disolverse

era el desvaneciente sonido del nombre tribal para la lluvia,
el brillante sonido para el sol, el nombre silbante para el río,
y siempre la palabra "nunca" y nunca la palabra "otra vez".

Derek Walcott, traducción de José Luis Rivas.

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