domingo, 21 de noviembre de 2010
Omeros, Libro 4, Capítulo XXXVI, Parte I.
Los museos permanecen; pero el sic transit gloria
agita la luz de la hoja sobre los bancos de concreto
en el jardín de la escultura, donde gorriones con cola de levita
pegan avisos a un frontón mientras los pinzones discuten
acerca de una fachada clásica. El Arte se ha puesto en manos
de la Historia y de su tufillo a formaldehído.
Inclinada hacia un escaparate, una barba erudita emite
un complicado juicio. Afuera, el sol de cara pecosa
hace muecas por la ventana, y así rescato mi aliento
de un barnizado retrato, recibo devueltos mis iris
de furioso César insomne, para quien la muerte
por mármol desvaneció la crisis de los conspiradores,
entre inmortales estatuas invitándome a morir.
Afuera, en el aire fresco, cerca de un Bayeux de hiedra,
fumé en los escalones y leí la caligrafía
de las golondrinas. A mi espalda, deudos reverentes
cuchicheaban como la gente dentro de un banco o en las salas
de velación; el Arte es inomortal y pesa mucho sobre nosotros,
y los museos nos dejan sin nada que decir.
El exterior se convierte en museo: lo ornados marcos
cuadriculan un domo, unos cuantos árboles, un par de gorriones;
hasta que cada vista es una tarjeta postal firmada por grandes nombres;
el cielo es de Canaletto, el banco vacío de Van Gogh.
Aplasté mi colilla y volví a entrar en el aire muerto
por el largo mármol retumbante y el aire de cera
de una fiesta faraónica. Luego, al doblar un pasillo,
sorprendí la luz sobre la averde agua, salada y clara
como la de la isla. Luego lo vi a él. ¡Aquiles! Más grande
de como lo recordaba sobre la blanca cubierta cuarteada por el sol
del caliente casco. ¡Aquiles! ¡Mi protagonista principal, mi negro!
rodeado de tiburones que aserraban cadenas; las amarras en el cuello
y la cabeza vuelta hacia África en The Gulf Stream,
que orzó allí, para siempre, entre nuestra isla
y la costa de Guinea, fijo en el sueño tribal,
en la luz que entraba en la mano de otro Homero
la brisa levantando la lona del museo.
Pero esas leprosas columnas que dan un baque contra el casco,
sonde Aquiles descansa apoyado en un codo, siempre ciñen
su barca y la mía, no necesitan ninguna redentora vela blanca
de un mar cuyo ritmo va en crescendo como en Herman Melville.
Y hete aquí, Capi Melville, so la blancura de la ballena:
"Teniendo para el color imperial el mismo tono imperial...
confiriendo al hombre blanco superioridad ideal sobre cada tribu morena."
Señó, Señó, Maes'Melville, ¿qué podía hacer un negro
sino bajar los escalones en la oscuridad que describiste?
Así, seguí de pie en la oscuridad entre las columnas griegas
del museo tocadas por el sol en su caída
sobre el dorado como del State House, sobre el friso
de Saint Gaudens con soldados negros oscureciéndose sobre Commmon,
y sentí cómo me fundía a su crepúsculo. Mi cuello
se levantaba en medio de una helada real, busqué un taxi,
pero los taxis, como el otoño, eran un asunto de color,
y pasaron varios, vacíos. en el asiento trasero de uno, Ahab
iba sentado, tratando de cazar su buque ballenero. Lancé mi alarido
como un arpón con un lazo, igual que Queequeg, pero el único surtidor
era el de una fuente con su escultura. Sic transit taxi, buen perdedor.
Las luces de la calle se encendieron. Las ventanas del museo se apagaron.
Derek Walcott, traducción José Luis Rivas.
Imágen: The Gulf Stream de Homer Winslow (óleo sobre tela, 71.5 x 124.8 cm, Metropolitan Museum of Art, New York)
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