El cuatro de noviembre de 2008 yo estaba en las oficinas de Nestlé, en la calle Ejército Nacional de la Ciudad de México. Eran cerca de las siete de la tarde, la reunión se terminaba y alguien dijo que no intentaramos volver por Reforma porque estaba cortada dedibo a un accidente aéreo: una avioneta había caído en la intersección de esa avenida con el periférico, lugar conocido como la "Fuente de Petróleos".
Como yo volvería caminando a casa, decidí aventurarme hacia el parque de Chapultepec de todos modos. Efectivamente, el Paseo de la Reforma estaba vacío de autos y a oscuras. Circulaban camiones del ejército llenos de soldados y gente que, como yo, había optado por caminar y lo hacía en silencio, con cara de no entender bien lo que pasaba. Se respiraba una cierta tensión. Al pasar por un bar, ya cerca de mi casa, me detuve al ver en la televisión que "la avioneta" caída en la fuente de petróleos era el jet que transportaba a Juan Camilo Mouriño, secretario de gobernación (algo así como el vicepresidente y "delfín" del gobierno de Calderón). Pensé, como todos deben haberlo hecho en ese momento, como yo lo sigo haciendo, que los responsables del "accidente" tendrían que estar relacionados con la guerra contra el narcotráfico iniciada por el presidente Calderón. Cuando llegué a casa, Laura y yo comentamos que, seguramente, se vendría un estado de sitio, habría una guerra "en serio", se recrudecería la violencia. También comenté que sería bueno ir tomando la decisión difícil de mudarnos a otro país.
Los medios de comunicación se encargaron de hacer valer la versión del accidente (con una risible narración según la cual el propio Mouriño habría sido el responsable al insistir en pilotar el avión a pesar de no estar preparado para ello). Rápidamente todo se olvidó y mi razonamiento fue sencillo: "si la vida de este tipo no vale nada, ¿cuánto valen las nuestras?". ¿Hasta dónde, hasta quién, hasta cuándo va a llegar esto? Tres meses después me fui de México.
Desde entonces, leo con atención todo lo que viene de ese país tan querido para mí y en el que viven tantos buenos amigos. En la noche de ayer, me impresionó mucho conocer el poema que Javier Sicilia escribió por la muerte de su hijo, un joven estudiante torturado y asfixiado por el crimen organizado. Inocente como tantos inocentes que mueren en las guerras.
La guerra de México, sin embargo, es diferente de otras guerras. Diferente porque a la población que está en medio parece costarle entender el estatus de guerra, entre otras cosas debido a que para el sistema mediático hay cuestiones mucho más importantes que discutir en serio las opciones políticas (y morales) que tiene la nación mexicana para salir de este abismo cada vez más profundo, diferente porque no se sabe bien por qué se combate (o se sabe pero la causa se difumina), diferente porque el enemigo es mutante y variable, tiene miles de rostros y, por eso mismo, parece incontenible, diferente porque el que tendría que ser el bando de la mayoría, el estado de derecho, obra de un modo poco claro que hace que buena parte de la población desconfíe de sus intenciones (la población mexicana tiende a desconfiar enormemente de su clase gobernante).
En medio de este caos, los padres siguen quedándose sin hijos, los hijos sin padres, los hermanos sin hermanos y los mexicanos sin un estado de derecho que garantice mínimamente la seguridad de sus ciudadanos. Parece que la sociedad civil se organiza ahora para manifestarse contra esta guerra. Ojalá sea este el fósforo que encienda la llama del descontento que haga que esta situación descontrolada encuentre un tope, porque hasta ahora no ha hecho sino avanzar ciegamente, sin pensar dónde, en quién o cuándo detenerse.
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