Indudablemente, el concepto, ese instrumento casi único de nuestra filosofía, supone cualquiera que sea el objeto que se proponga, un profundo rechazo de la muerte. Porque morimos en este mundo y para negar el destino, el hombre ha construido con los conceptos una morada lógica en la que los únicos principios aceptables son los de permanencia e identidad… Precisamente porque, desde los griegos, la muerte ha sido pensada, no es más que una idea que se convierte en cómplice de las otras, en un reino eterno en donde nada muere. Esta es nuestra verdad: se atreve a definir la muerte pero para reemplazarla por lo definido. Pero lo definido es incorruptible y asegura, a pesar de la muerte y con tal que olvidemos la brutalidad de las apariencias, una extraña inmortalidad.
Inmortalidad provisional, pero suficiente.
Se acepta como un opio. Deseo que esta imagen exprese la clase de crítica, especialmente moral, que quisiera oponer al concepto. Hay una verdad del concepto de la que no pretendo ser juez. Pero hay una mentira del concepto en general, que confiere al pensamiento el vasto poder de las palabras para permitirle abandonar la mansión de las cosas. Conocemos, desde Hegel, la fuerza adormecedora, la insinuación de un sistema. Constato, más allá del pensamiento coherente que el menor concepto es el artífice de una huida. Sí, el idealismo resulta vencedor en todo pensamiento organizado. Vale más rehacer el mundo que vivir en medio del peligro.
¿Existe el concepto de unos pasos que se acercan en la noche, de un grito, de la caída de una piedra en la maleza? ¿De la impresión que produce una casa vacía? De lo real sólo preservamos aquello que conviene a nuestro reposo.”
De "L’Improbable", citado por Enrique Moreno Castillo en el prólogo a la antología editada por Lumen en 1977.
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