martes, 28 de julio de 2009

mitologías


publicado hoy en el pais de madrid
por juan cruz.

La capital de Uruguay es una ciudad sin tiempo, un escenario de la mente. Por eso provoca tanta literatura y por eso La Maga, el personaje de 'Rayuela', estaba convencida de que la orilla de su río estaba poblada de inmensos reptiles.

Amí me suena raro el Uruguay. Montevideo debe estar lleno de torres, de campanas fundidas después de las batallas. No me diga que en Montevideo no hay grandísimos lagartos a la orilla del río.

-Por supuesto -dijo La Maga-. Son cosas que se visitan tomando el ómnibus que va a Pocitos".

Ése es un diálogo de Rayuela. Suponía Horacio Oliveira que La Maga era de Montevideo, y en esa conversación Gregorovius se interesa ante ella por la capital del paisito. Ella desliza el nombre de esa playa, Pocitos, adonde le gustaba ir a Onetti a mostrar las canillas pálidas que en Madrid le mordía su perra, la Biche.

No es la única referencia a Montevideo que Julio Cortázar hace en Rayuela. Vayan con esa descripción de La Maga a la Ciudad Vieja o a La Rambla, 22 kilómetros de costa donde los enamorados esperan, como los pescadores, a que el sol baje y se haga de sangre: "En Montevideo no había tiempo, entonces. Vivíamos muy cerca del río, en una casa grandísima con un patio. Yo tenía siempre trece años, me acuerdo tan bien...".

En un parrafito Cortázar atrae la sensación que a uno se le pega en Montevideo: parece que el tiempo se paró. Hay un mercado, La Feria de Tristán Narvaja. Ahí es donde se entendería mejor esa permanencia del tiempo a la que alude La Maga. Como si de pronto Montevideo hubiera confundido el pasado con el presente, y los objetos tomaran vida para convertirse en metáfora de la capital del paisito. Se celebra el domingo, el día sin tiempo, y ahí se mezclan frutas y verduras con libros viejos, discos de pasta, pajareras, muebles antiguos y todo lo que la imaginación inventa; aviones viejos, por ejemplo.

Es una ciudad en la que lo que se vende es bueno. Así que si uno se va por el lado de los libros, ahí está el boom como si acabara de salir, y las ediciones de Onetti (el rey del año, es su centenario), o de Mario Benedetti e Idea Vilariño, los poetas que murieron esta primavera, habría que llevar el bolsillo dispuesto. Un amigo montevideano decía: "Esa cuadra [manzana, en España] entera de libros usados es la perdición".

La ciudad sin tiempo. Los cafés de Montevideo, desde ese fabuloso, y modesto, Café Brasilero, en la calle Ituizangó, donde escribe Eduardo Galeano cada tarde y donde a veces canta Daniel Viglietti, inicia una retahíla de locales en los que, en efecto, La Maga podría estar hoy aún con sus 13 años. Un día entré en uno de esos cafés, polvorientos como las carreteras de Santa María, la invención de Onetti, y el hombre que limpiaba las tazas dijo, sin levantar la vista del fregadero:

-Está cerrado.

-¿Desde cuándo?, preguntamos.

-Desde hace un siglo.

Cerrado, quizá, detenido también, pero vivo. Si uno va a La Rambla, ese lugar de enamorados y pescadores, encontrará a la gente esperando la puesta de sol como si estuvieran convocados por un rito: hay una novela, El corredor nocturno, de Hugo Burel (será película, dirigida por Gerardo Herrero) que describe La Rambla como un escenario de la mente. Y es que Montevideo es un escenario de la mente. Por eso provoca tanta literatura.

Si uno quiere tocar los libros como si tuvieran un siglo pero acabaran de salir, puede ir a Linardi y Risso, a El Galeón, a Oriente Occidente... Pero no sólo. Hay monumentos, teatros, antigüedades, buena carne, verduras recién cosechadas y gente que tiene tiempo para conversar. Está el mercado del puerto, el Teatro Solís, el mercado de la abundancia, donde se escucha tango, y ahora, durante lo que queda de año, el Centro Español de Cultura que dirige Hortensia Campanella ofrece todas las semanas una excursión por el mundo de Onetti... En el ascensor, un acompañante inesperado: el propio Onetti, de tamaño natural. Y es que, como reza el eslogan que ahora domina sobre el Teatro Solís, "Onetti es Montevideo". La instalación es del fotógrafo José Ángel Urruzola, y la foto que contiene fue hecha en los cincuenta por un legendario amigo del escritor, el dibujante Menchi Sábat, habitante que fue también de este sitio donde a La Maga no le extrañaba que hubiera grandísimos lagartos a la orilla del río.

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