A pesar de su denostada exuberancia (simbólica y humana) carente de criterio (más allá del económico-turístico), de su exceso abrumador (simbólico y humano), me gusta ir a los grandes museos de arte porque permiten al espectador ignorante como yo, elaborar una rápida evolución de la representación en su forma más ejemplar: la imagen (o por lo menos hacer el intento de acercarse, a los codazos, a una cierta historización estética). Cada vez que tengo la oportunidad de visitarlos trato de comparar las pinturas con otra forma de creación que conozco un poco más, la poesía, y, sobre todo, me pregunto como qué pintores escribo yo, cómo cuáles escriben mis conocidos y cómo cuáles mis maestros, cómo cuáles me gustaría escribir, a quiénes me agradaría copiar. Eso trato de hacer, es una experiencia que recomiendo vivamente a quienes no la practiquen. Aclara.
Por mucho que me guste pararme frente a Velásquez o a Tiziano, sé que sería hoy un sinsentido escribir como ellos; también sé que las librerías están llenas de gente que sigue escribiendo como si nunca hubieran existido Manet, Cézanne o Duchamps. Elaborar un soneto en el siglo XXI parece tan improcedente como pintar una naturaleza muerta o una marina; en “Pierre Ménard autor del Quijote” Borges habla un poco de eso. En realidad, no es que sea improcedente sino que, de hacerlo, uno debiera plantearse, por lo menos, las siguientes preguntas: ¿Soy plenamente conciente de lo que significa escribir un soneto hoy? ¿Quiero significar eso?
La respuesta está, quizás, en obras como las de Mersad Berber. Cuando uno ve el modo en que cita a Velásquez o a Géricault, entiende: “eso es lo que hay que hacer”, o mejor: “eso es lo que me gustaría hacer”. Y eso es asumir el mensaje de Pound, claro, pero con otro vigor, creo.
Hace algunas semanas estuve en Madrid por unos días y pude recorrer el Thyssen y el Prado. El día en que fui al Thyssen, tuve la fortuna de ver una exposición de Monet que me pareció iluminadora, no tanto por la obra del francés en sí, aunque siempre encontré en sus nenúfares algo inspirador o, por lo menos, digno de reflexión, sino por la disposición en las salas de la obra de los pintores del siglo XX a los que había influenciado (Gottlieb, Pollock, Rothko, De Kooning, por nombrar algunos). Después de pasar más de seis horas en ese museo, cuando salimos estábamos hambrientos y el día se había transformado en lluvioso y frío. Comimos algo para ver si escampaba pero nada. Fue entonces cuando recordé que estábamos cerca del Caixa Forum, que era gratis, que tenía muchas ganas de ingresar al magnífico edificio de Herzog y De Meuron y que allí había una muestra de Miquel Barceló.
Entramos. Agotados, mojados, con frío, de mal humor, con las piernas doloridas… la muestra retrospectiva de Barceló nos cambió la cara. Nomás entrar uno se da de frente con su enorme “L’ Amour Fou” y queda detenido ante su “marina” mallorquina, la enorme biblioteca, el autorretrato “fálico” entre los libros tirados, la vida en resumen. Al costado, una paella gigante (cuyo título no recuerdo pero es algo así como "Spanish dinner") genera una sonrisa irónica, pero es en otra sala, al chocar contra un bodegón que tiene los elementos reconocibles de una naturaleza muerta pero reales y saliendo hacia fuera de la tela donde surge la reflexión: "esto es lo que me gustaría hacer". Barceló es un artista que responde a las inquietudes que siempre planteo el arte pero con las armas de la época en que está viviendo. Acuarela, óleo, escultura, “happening”, video... todas las técnicas son buenas para elaborar una obra que, más que con la significación, trabaja con la energía del significante. Una obra que podrá gustar o no gustar, podrá generar acuerdos o desacuerdos, pero cuya potencia no se puede poner en tela de juicio… Salimos. Con las piernas renovadas, el “espíritu” lleno de aire fresco y ganas de caminar con una sonrisa aunque afuera siguiera lloviendo. Su elefante de bronce de siete metros de alto, haciendo equilibrio sobre su trompa en el Paseo del Prado, nos hizo un guiño.
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