sábado, 12 de septiembre de 2009
no voy a utilizar el clásico título "réquiem por wallace" que parafrasea a onetti y queda literario, pero sí.
Nunca jugó en el glorioso Club Atlético Progreso (campeón uruguayo 1989) aunque estamos seguros de que habría amado ese nombre y el himno que representa a la institución ("hay que campeonar (sic) en las esquinas"). Tal vez culpa de los dirigentes, acaso de los seleccionadores. Nunca se preocupó del problema de los puentes cortados ni, siquiera, de las próximas elecciones uruguayas. No nos dejó opinión sobre los "escritores jóvenes" antologados por Achugar en su descontento y promesa. No hizo testamento acerca de la influencia decisiva de esos autores respecto del futuro de la literatura mundial. El autor de estas líneas se lava cortésmente las manos afirmando que fue dejado afuera del asunto y desde allí mira, se divierte y, es inevitable, padece.
Se llama, el obituado, David Foster Wallace. No se volcaron los ómnibus en las calles, el Superior Gobierno no decretó ni un par de días de duelo, las campanas no repicaron con mansedumbre y tristeza. Ni siquiera nos acordamos de la crisis.
El difunto sigue llamándose David Foster Wallace y ése será su nombre hasta que caigan, como una lluvia, todos los aviones sobre todas las torres. Nadie, nada después, como es fácil de comprender.
En este momento exacto estará descompuesto, adornado con medallas que alguna pobre gente, que nada podía saber de él, que morirá ignorando el sentido de su humor, le impuso en el pecho y en la solapa izquierda. Pero esta humillación –incluyendo la definitiva humillación de suicidarse, también él– pierde importancia cuando pensamos en lo que vendrá.
En el torrente –ordenado y sabio en apariencia– firmado por críticos de prestigio mundial que derramarán lágrimas o correcciones encima del pobre tipo que murió a los 46 años en un pequeño pueblo de california, burlándose de una página virgen, con una cuerda anudada al cuello.
Nuestros diarios están, felizmente, dirigidos por intelectuales de talento indiscutible y probado. ¿Les costaría mucho manejar una regla centimetrada y establecer cuánto espacio dedicaron a la muerte, al estudio de un genio, y cuánto a los partidos de Peñarol y Nacional?
En este 12 de setiembre de 2009 se nos ocurre que nuestro amor por ese finado alto y enorme (aunque había perdido mucho peso desde que abandonó el tratamiento con nardil y entró en la fase depresiva final) merece decir nuestra pobre verdad.
¡Ah! El muerto ya huesos, era, literariamente, uno de los más grandes artistas de finales y de principios del siglo. Alguien que no domina el inglés y, mucho menos, el español profetiza que antes de medio siglo todo el mundo culto, bien educado, bien alimentado, estará de acuerdo con una simple perogrullada: la riqueza, el dominio del inglés de David Foster Wallace equivalen a lo que buscó y obtuvo otro Wallace, Stevens. Oiremos de buena voluntad a Thomas Pynchon o a J.D. Salinger, si se les ocurre terciar en el asunto.
Hace muchos años Malcolm Cowley, uno de los críticos literarios más inteligentes y amenos de U.S.A., reporteó a otro difunto que merecía –y lograba– mayor difusión e interés que el muerto del 12 de setiembre. Se llamaba Hemingway, había cazado elefantes, osos y leones, se había casado varias veces, inventó el Martini Montgomery –15 contra uno– y también una extraordinaria novela: "Adiós a las armas”.
Cowley preparó el terreno y dijo finalmente –"¿Cuál es el novelista norteamericano más importante de nuestra época?”
Hemingway rió unos segundos y mezcló el contenido de las cantimploras que cargaba en el cinturón.
–No puede discutirse, no puede preguntarse. Lejos, muy adelante de todos nosotros, está Faulkner. Yo dejaría gustoso de escribir si me dieran, en cambio, la tarea de administrarlo, de decirle basta y ser obedecido. Porque Faulkner no es perfecto, precisamente por eso. Por continuar trabajando cuando está cansado y borracho, cuando el mundo ha desaparecido y ya no puede saberse si la noche se mantiene protectora – para él– o la mañana llegó para todos los hombres, para el trabajo inquerido, para las preocupaciones no buscadas. Pero si yo pudiera dirigirlo...
Las anécdotas son muchas, tontas –en su mayor parte–, como corresponde esperar de un hombre tímido, iluminado por la gloria al estilo yanqui. Muchas de ellas deben haber sido reproducidas en estos días. Conviene recordar, Hemingway no lo sabía, que Wallace nació en el mismísimo año que murió Faulkner y que nunca llegaron a conocerse, pero la energía tiene ese qué sé yo de pasar página.
Ambos, me parece, a su modo, definen a lo que entendemos como un artista: un hombre capaz de soportar que la gente –incluyéndolo a él mismo en esa categorización– viva en el infierno, siempre que el olor a carne quemada no le impida continuar realizando su obra y el humo no moleste la visión y estudio detallado de sus acciones. Y un hombre que, en el fondo, en la última profundidad, no dé importancia a su obra.
Porque sabe, no puede olvidar –y ésta es su condena y su diferencia– que todo terminará en ese 12 de setiembre que ha elegido para ahogarse. Gracias.
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