lunes, 25 de mayo de 2009

Algunas precisiones importantes sobre la comunicación oral y escrita.

1. Me encantan los idiomas. Me gustaría saber todos los idiomas del mundo.

2. Encuentro que el idioma catalán es muy musical y, por eso, se siente muy bien cuando se recita o se canta. Es muy bonito de oir, muy dulce.

3. Yo no soy francisco franco. No hubiese apoyado ni aprobado ninguna de sus estrategias de dominación y, de hecho, estoy rotundamente en contra de ellas. Por lo tanto, no soy responsable por el menosprecio que ha sufrido el idioma catalán en buena parte del siglo XX.

4. Los idiomas existen para comunicar. Un idioma no debería ser puesto en contra de otro sino a favor de la comunicación. Un idioma en oposición a otro es un contrasentido.

5. Yo tengo la inmensa fortuna de hablar bastante bien el francés y el inglés. Si viniese un francés o un inglés a mi país y me preguntase algún dato, yo trataría de contestarle en su idioma, porque estoy a favor de la comunicación.

Aclarados estos puntos, contaré lo que me pasó el sábado. Por la tarde, estuvimos hablando con Laura de la posibilidad de elaborar una antología de poetas catalanes jóvenes para traducirlos en conjunto y editarlos en buenos aires. Nos pareció un proyecto sumamente interesante, ya que tenemos la oportunidad de estar viviendo aquí, el de difundir la poesía del país.

Coincidía este impulso con la celebración de “Barcelona Poesia”. En el marco de dicho festival, el sábado por la noche había, en el Palau de la Virreina, una lectura de poetas jóvenes. Fuimos. Entendimos poco. Lo que entendimos no nos gustó demasiado. Como muchas veces sucede en lo que se denomina “poesía joven”, me pareció percibir que la pose, el gesto, estaba por encima de la escritura. Pero esto no significaba nada, para evaluar, teníamos que leer, diccionario en mano, lo que habíamos escuchado.

Nuestro catalán, menos que básico, nos alcanzó para comprender que existía una antología y que uno de los que estaban allí tenía una estrecha relación con ella (tal vez incluso de antologador). Así que, venciendo nuestra enorme timidez, esperamos un rato para no molestar, nos acercamos a él y le preguntamos si nos podía decir dónde comprarla. De su respuesta, lo único claro fue que costaba 7 euros. El resto, dicho en un catalán muy cerrado y veloz, en medio del ruido general, nos resultó inaccesible. Ni siquiera nuestra cara de absoluto desconcierto ayudó para que se explicase mejor. El poeta, tomado del brazo por otra de las que habían leído, se alejó diciendo algún nombre incomprensible.

Laura y yo quedamos en silencio con una sensación triste de haber sido ninguneados. Mientras volvíamos a casa caminando, yo pensaba que si un extranjero viniese a mi ciudad y me preguntase dónde comprar un libro mío, yo lo acompañaría hasta la puerta de la librería, si no es que le regalo uno yo mismo.

En mi caso, este suceso no atentó contra la voluntad de difundir la poesía catalana. Muy al contrario, facilitó un poco la posible labor antologadora: de todos los poetas catalanes que existen, hay uno que no tendré que leer para saber si cabe o no. Por más bueno que sea, así fuera el mejor poeta del mundo, es obvio que no tiene ningún interés en ser traducido.

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