miércoles, 25 de febrero de 2009

maestro


Una de las ilusiones que tenía al irme a vivir a México era conocer al poeta Eduardo Milán, quien, según mi modo de ver, era el mejor poeta vivo en lengua castellana. En realidad ya lo había conocido, en una visita anterior al mismo país, unos meses antes. Cuando llegamos con Virginia Lucas al check-in de lan en el aeropuerto Benito Juárez, él estaba más adelante en la misma cola. Virginia Lucas, con el tono de quien acaba de ver una aparición de la virgen, me dijo: “ese es Eduardo Milán”. Y yo, con el tono de quien acaba de detectar la presencia de Dios: “¿Sí? Nooooo”. Dudamos y dudamos un rato, no porque no lo reconociéramos sino porque no nos terminábamos de convencer de que iba a volar en el mismo avión que nosotros. Cuando terminamos nuestro check-in, él ya se había ido hacía rato y nosotros seguíamos dudando.

Más tarde, lo vimos tomando un whisky en uno de esos bares de aeropuerto que son iguales en todas partes. Virginia entró y lo encaró y él, con gran amabilidad, nos invitó a sentarnos en su mesa. Hablamos un rato, nos subimos al avión donde él estaba sentado dos filas más adelante. Gracias a una pastilla, y gracias a Dios, me quedé dormido rápidamente. Cuando desperté tenía, casi entre mis manos, el último libro de poesía de Eduardo Milán: “Unas palabras sobre el tema”, con una dedicatoria para mí. “Te lo dejó mientras dormías”, me aclaró Virginia, sentada a mi lado. Ese verano, leí y releí aquel libro en La Pedrera y fue tanta la impresión que me causó que empecé a escribir un libro que se llamaba, sospechosamente: “unapalabramáslargaquelanoche”.

Unos meses después me fui a vivir a México, pero antes le pedí a Leandro Costas Pla que me pasara la dirección de Milán en el df. Y Leandro me dio unos libros para él. Llegué un jueves y el sábado por la mañana ya estaba sentado en la luminosa cocina de la casa de Coyoacán. Es decir, fue lo primero que hice en la ciudad. Hablamos un poco y le dije que si estaba dando algún taller me avisara y me dijo que por el momento no, pero que me avisaría. Y ya.

A mediados de año Jocelyn Pantoja, de la editorial Limón Partido, me invitó a leer y luego me dijo si yo tenía algún material inédito para que ellos evaluaran y yo afiné aquelló que había empezado a escribir bajo la influencia de las palabras sobre el tema. Y lo leyeron ellos y me dijeron que lo querían editar y que pensara quién quería yo que escribiese el prólogo. Y yo, lo que se dice querer, quería a Eduardo Milán peroooo, y Jocelyn: “pues ve y pregúntaselo”. así que allá fui de nuevo a la luminosa cocina de Coyoacán y Eduardo tuvo, finalmente, la enorme generosidad, no sólo de escribir el prólogo y presentar el libro, sino de hablar bien de mi poesía.

Después sí, asistimos, junto a Laura Lobov y Marco Tulio Lailson, a un taller de poesía lationamericana del siglo XX en aquella misma cocina de Coyoacán, y fui conociendo más y más a Eduardo y respetando más y más a Milán. Una vez, en el asado que hizo para su cumpleaños, me mostró, con emoción, una foto que le había tomado Alejandro Tarrab en Chile (aquella vez que compartimos el avión de Lan), junto al mítico poeta chileno Nicanor Parra, uno de sus maestros, uno de los maestros de todos.

La palabra maestro, como tantas otras, está devaluada. Se le llama maestro a cualquier cosa y ya nadie siente aquella devoción renacentista por quien tiene la generosidad de transmitir un conocimiento superior a unos pocos que, careciendo de él, están preocupados por saber más. Para mí Eduardo Milán ha oficiado como un maestro. Antes de irme de México, Laura Lobov nos tomó esta foto. La muestro con la misma emoción con la que él me mostraba la suya junto a Parra.

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