martes, 17 de enero de 2012

Siempre vuelvo a Errar (veinte años de la edición de un libro fundamental para la poesía latinoamericana).


¿Qué vas a escribir? ¿Por qué vas a escribir? ¿Para quién? ¿Para qué? Cualquiera debería formularse esas preguntas para empezar, sobre todo en el caso de que se esté pensando en poesía y a finales del siglo XX. En este tiempo y desde sus primeros versos, Errar de Eduardo Milán (El Tucán de Virginia, México, 1991) significó para mí una respuesta. “Ni arco ni flecha: sólo/ tensión (...) Ni pájaro ni plumas:/ sólo el encendido fuego... ”: el instrumento se había quemado, ya no daba de sí la misma música. Quién había iniciado el incendio no se decía, aunque se pudiera sospechar (“Mallarmé: dónde está tu victoria”), pero estaba claro que ya no podríamos cantar con él. ¿Qué hacer? Quedaba esa tensión, el impulso, las propias llamas que empujan hacia afuera: la imposibilidad de detenerse y el gesto, la gesta, de salir. ¿Hacia dónde? No había un sentido, también el mapa había sido destruido, no iba a ser el éxodo del pueblo judío y no habría tierra prometida: “El lugar que querías está muerto para ti. No/ hay lugar...” Pero se alentaba a seguir: “Sigue la línea que no será,/ que nunca... podrá ser. Línea de fuego y en el fuego, alas...” Errar y volver a Errar: respuestas.

Siguiéndolas, entendiendo lo que no habrá, se sale, se empieza. Como si algo hubiese terminado y comenzase un exilio (eso que tan bien conocemos los uruguayos desde Artigas), un impulso persistente que se empuja a sí mismo queriendo averiguar hacia dónde ir pero cuestionando cualquier indicio de un destino hasta desintegrarlo en las mismas palabras que lo constituyen. Como en una caravana de beduinos en la que los de adelante no pueden parar porque los de atrás no van a detenerse, Milán establece, página a página, lo que hay: “una carencia, un hueco en la conversación/ un vacío de verdad...”.

Dentro de ese hueco (recuerda al “Pabellón del vacío” de Lezama Lima: “Me duermo en el tokonoma/ evaporo el otro que sigue caminando”) Errar es, obviamente, el viaje de un solitario que estructura su poética a medida que se escribe a sí mismo como poeta y, por eso, porque es algo que está bien hecho, que canta su existencia donde parecía que no se podía cantar, abre el espacio de una potencial poética nuestra: hay un qué, constituye una bitácora. Es el hilo de plata que deja el caracol en su lento caminar sobre la hoja; donde no había camino el poeta abre el surco (“...Un brindis del discurso con el curso/ ¿surco? del los acontecimientos...”). No todo estaba perdido: hay poeta y hay huella. Huella del caminante en la que la derrota se asume como punto de partida y se vuelve derrotero, posibilidad de lo imposible, aparición de un lugar y un lenguaje de comunión de los que no encuentran comunidad ni sitio: “no hay lugar es el hogar común”. El lugar donde la resistencia no se espera y por eso hay que resistir. ¿Para qué? En un poema de otro libro, Son de mi padre (En Manto, FCE, México, 1999) , Milán escribe: “...En cuanto a mí/ ya no me fue posible escapar a la poesía”. Errar es, justamente, eso, no escapar sino adentrarse. No escurrir el bulto, lanzarse a la “aridez de esos páramos”, sobre lo “carente” ser capaz de hacer que florezca ese pájaro sin raíz.  “El poema no es sino sino...” Eso dice.

¿Para quién? No hay nada más que solitud y maneras de hacerla emerger. Nadie podrá decirte qué hacer: “Escribir es no volver/ la cabeza y preguntar: ¿voy bien?/ Preguntar a quién. Ir bien a dónde…” No hay un cómo, la poética no puede imponerse: “El desierto de la ley, la ley seca...” El errar es de cada cual. Está todo lo que puedas hacer con eso y nada más, y todos los que lo vean estarán en la misma situación de desamparo: “...Ahora ya no hay campo/ para el poema, hay nostalgia de nosotros, tal/ para cual...” De ahí la importancia de no detenerse: en el momento en que el poeta abandone su derrota habrá sido derrotado, porque no hay nada más que eso: “Cuando ya no hay qué/decir, decirlo. Dar...”.

Errar es la obra del creyente más ferviente que el escepticismo jamás tuvo, una obra magistral en más de un sentido: está hecha con maestría y nos enseña, se plantea las preguntas y las responde, educa; es el viaje que debe hacer hoy, a principios del siglo XXI, cualquier poeta, cualquier poema. “Hay una manera de concebir al poema como ese momento en que la escritura nos permite saber qué está haciendo, por qué, al llegar al cruce de caminos, elige uno y no el otro. En todo poema hay un cruce de caminos, en un gran poema hay más de un cruce de caminos. La metáfora es todavía la de ir, la de ir yendo” escribió Milán en Un ensayo de poesía  (Umbral, México, 2006). En este ir yendo, por fortuna para nosotros existe esta huella que es textura (“Excelente lenguaje, excelente”) y profundidad (“arados nuevos haré”), este modo de avanzar, ejemplo de dar lo que no hay, una palabra que se alimenta de la anterior y es comida por la que la sigue consumiéndose y consumándose, exactamente como un fuego.

Pregunta: ¿cómo se puede poseer tal consciencia de la imposibilidad, del vacío, y a la vez construir la posibilidad y llenarla con la predicación? Respuesta: se puede porque se camina y se busca y se dispara y se acierta y se erra, se erra y siempre se vuelve a Errar.

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