Juan Carlos Onetti se estaba quedando unos días en casa. Lo recuerdo tirado en la cama del cuarto chiquito del fondo, un cuarto oscuro y deprimente. Se pasaba todo el día ahí, tapado con una frazada, fumando y leyendo. Era ese Onetti viejo, de pupilas perdidas y la cara cayendo hacia la derecha como una declaración política de la vejez; brutal, rodeado de humo. En la cocina, en voz baja, mi madre me decía que tenía que hacerle un reportaje pero yo no me atrevía ni siquiera a hablarle. Pasaba por el cuarto y lo espiaba hasta que él se daba cuenta. Un día vino una mujer y le hizo una entrevista y a mí me dio mucha envidia. Otro día, Onetti se había levantado y estaba conversando con mis padres en el sillón de la sala, yo me senté en una silla lejana. De pronto, Onetti me miró, "estuve leyendo lo que escribís..." dijo, "me parece bien" dijo. Me animó a acercarme y empezó a hablarme de un cuento mío, yo me puse a llorar, a llorar mucho, sin poder parar, con una profunda vergüenza y una, más profunda, emoción, como sólo lloran los deportistas que llegan a la cima de sus fantasías de vértigo.
Hace tres días ya que soñé con esto, todavía me dura la alegría.
2 comentarios:
si vuelve mandale saludos de mi parte.
gracias, serán dados.
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