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Edward Hopper, autorretrato,1925-30 |
Estuve en el promocionado hit cultural del verano: la muestra de
Edward Hopper en el Thyssen-Bornemisza de Madrid. Si bien la enorme cantidad de visitanes es un rasgo común, Cultura obliga, a cualquier exposición de las grandes firmas, me encontré con algo distinto en ésta, algo que podríamos llamar, no sin cierta ampulosidad:
compenetración. La actitud frente a las obras era diferente a la que puede apreciarse en una retrospectiva de, digamos, Goya o Delacroix (tuve la oportunidad de visitarlas recientemente). Lejos de comentar, con el compañero de turno, detalles anecdóticos, de esos que se leen en la sección cultural del periódico (o en wikipedia), para ser percibido como alguien entendido, la gente permanecía delante de las obras casi en silencio, se diría que apreciándolas. Parecían, parecíamos, realmente
seducidos, emocionados, conmovidos. Esto me llevó a especular con la idea de que Hopper sea, tal vez, el pintor más empático para los nacidos en la segunda mitad del siglo XX,
quizás el único de los renombrados con quien masivamente compartimos una sensibilidad. ¿Por qué?
La vanidad de la espera.
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Room in New York, 1940. |
Está claro que podemos comprender lo que llevó a
Fragonard a pintar una obra como
"Los felices azares del columpio", pero es muy difícil que experimentemos lo que un noble francés de la segunda mitad del siglo XVIII sentía delante de ella. Por el contrario, ese mismo noble francés se sentiría estafado delante de estos personajes toscos, casi de boceto (salvo por el color y la
luz),
a penas unos manequíes exhibiéndose en vidrieras luminosas que son el santo y seña de la pintura de Hopper y que a nosotros nos calan tan profundamente. Al ver las caras sin gestualidad de, por ejemplo, "Room in New York", sentimos que hemos vivido ahí, que conocemos ese estado y hasta tenemos el pasaporte visado para ingresar en él cada día. Son personajes que son lo que nosotros somos, están y no están, son algo y no lo son, comunican y no comunican. Hopper parece renunciar al arte del retrato (salvo quizás, y consecuentemente, en su autoretrato), a la representación "realista" individual, para representar al conjunto,
a nadie:
nada más que una sensación colectiva.
La primera tentación es pensar lo tan manido: que es el pintor de la soledad y la banalidad de la vida en las grandes urbes,
el pintor del aburrimiento, el pintor que representa al voyeur que hay en cada ciudadano. ¿Pero puede aplicarse esa expresión,
voyeur, a personajes que han consentido exhibirse, vivir entre vitrinas, pegándose diaria y literalmente uno contra otro, como lo hacemos nosotros? Ciertamente no. ¿No deberíamos verlo por el otro lado? Ciertamente sí. Lo que está pasando allí,
lo mismo que vemos, por ejempo, en el Facebook cada minuto, es una entrega, casi desesperada, a la visión del otro. Lo que se ofrece en la entrega no es una esencia sino una carencia.
El ser humano ha necesitado desde siempre algún tipo de
trascendencia (agua, fuego, tierra, dioses...) para la cual, en las sociedades
occidentales modernas, ha dejado de existir el
referente. Ante esta ausencia, nos hemos obstinado en creer que la trascendencia puede provenir de los otros, como si el encontrarte, en medio de la noche, con un vecino que está tan perdido como tú pero te reconoce y te saluda, pudiera revelarte la forma de volver a casa. Las pinturas de Hopper lo desmienten con un susurro. Un susurro que escuchamos frente a ellas como una verdad ya conocida íntimamente pero que no queremos admitir.
En el vacío más absoluto, sabemos que
esos "likes" conseguidos con ocurrencias baladíes en Facebook, son sólo un sucedáneo de aquella trascendencia ancestral, pero hacemos de cuenta que esos gestos que, en el más estricto sentido de la palabra, no podrían ser más intrascendentes, nos colman.
Orillados al precipicio, somos como esos personajes de Hopper, compartimos la muda desesperación no asumida con una aparente calma que no deja de tener algo de inapropiado, delirante incluso. Ese es el golpe que nos dan sus obras. La mujer a punto de apoyar su dedo en la tecla del piano mientras su marido lee el periódico, está esperando lo mismo que, con un gesto más o menos grandilocuente, esperamos nosotros (y no es que suene una nota).
Está esperando algo que no llegará. Está esperando en vano.
Reconciliación por la luz, significante sin referente.
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Anotaciones en el boceto de "Mourning sun". |
Lo que más me impresionó al entrar en las salas fue
la luz. Las pinturas son mucho más luminosas aún, en vivo, de lo que aparentan las reproducciones.
Brillan, destellan. Y al ver las anotaciones de Hopper en sus bocetos, queda claro que éste era un factor fundamental para él. Al final de la muestra nos encontramos con el célebre
"Mourning sun". Al verlo sentí que la referencia era clara: una anunciación renacentista. Recordé a
Fra
Angelico (cuya
anunciación pude ver varias veces a pocos metros de allí), ese trabajo que, en palabras de Vasari, "parece realizado en el cielo" y que para mí suena como un
miserere. Sólo que, en el caso de Hopper, el miserere resulta tan inquietante como si, en vez de Gregorio Allegri, la música la hubiese compuesto György Ligeti.
La virgen ve la luz pero el arcángel no aparece, no puede aparecer. Es como si todos en la ciudad hiciéramos simultáneamente una llamada telefónica, y el teléfono sonara y sonara, y todos, al mismo tiempo, escucháramos los sonidos de esos timbres como si estuvieran en la habitación contigua, pero nadie respondiese en ningún lado. Tal vez sea esa la nota que hace sonar repetidamente la mujer de "Room in New York", tocando seguramente
el segundo movimiento de la "Musica ricercata" de Ligeti. Yves Bonnefoy escribe, hablando de Rembrandt, Le Nain, La
Tour y sobre todo Elsheimer :
"Ellos conocieron la promesa desde niños,
se les enseñó lo que hace el carpintero, en qué se convierte el grano de
la tierra..." Eso es lo que pasa aquí. Mejor dicho: eso es lo que NO pasa aquí. Antes hubo una promesa, real o no, de que alguien respondería a la llamada.
Ahora la promesa se ha roto, y nosotros, los habitantes de la ciudad moderna, ni siquiera conocemos su formulación.
Sin embargo, esa mujer, como tantos otros personajes de Hopper, se sigue sentando frente a la luz con algo que podríamos pensar que es esperanza. En el reverso de la moneda de las famosas obras de ciudad, están las pinturas y acuarelas de Hopper en el campo, está la magnífica Squam Light, Road in Maine, sus casas de Gloucester, su río blanco de Vermont... Y está, sobre todo,
"Sun in an empty room", una de sus obras más impresionantes. Cuando le preguntaron qué buscaba con ella respondió: "Me busco a mí" (
"I'm after me").
La unión con la luz, el absoluto, el infinito, eso en lo que hemos dejado de creer, es, creo, lo que nos hace tan sensibles a Hopper, igual que somos sensibles al sol de un domingo de otoño.